La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
No fue un debate ejemplar. Bronco, faltón, en algún caso abierto a la difamación. Fue un debate plagado de cruces de acusaciones y, en el caso de Sánchez, con tono chulesco al responder a sus adversarios con irritantes sonrisas displicentes propias de su egolatría.
Fue peculiar el debate de investidura que da paso al primer Gobierno de coalición. Peculiar por la forma y por el fondo, con algunos titulares desconcertantes. Por ejemplo, que el candidato a la Presidencia reiterara que hay que retomar la política frente a la judicialización. Era una forma de reivindicar el diálogo frente a los recursos ante los tribunales, pero ¿no habría sido oportuno expresar su apoyo a la justicia y la legalidad cuando va a presidir un Gobierno con apoyo de un independentismo que se toma la justicia a título de inventario?
Dicho esto, Sánchez hizo una buena introducción de su discurso, inteligente, en el que aseguró que no se va a romper España ni se va a ir contra la Constitución, pero el problema es que la credibilidad del candidato es mínima; lo demostraron los distintos portavoces contrarios a su investidura, que recordaron afirmaciones suyas que echaban abajo el modelo de Gobierno que pretende formar, con los partidos que le quitaban el sueño hace unas semanas. La palabra insomnio se escuchó varias veces.
El candidato pronunció más veces la palabra bloqueo que España, e hizo responsable a la derecha de la necesidad de coalición con Podemos porque se había negado a apoyar su Gobierno. No estuvo tan fino Sánchez en su réplica a Casado como había sido en su introducción, y se le “escapó” algo que echaba por tierra las acusaciones de bloqueo, cuando le dijo que en cinco ocasiones se había negado a distintos acuerdos que le ofrecía Pablo Casado.
Al líder de la oposición se le vio sólido en su discurso inicial y confuso en la réplica a un Sánchez que se dirigió a él con dureza extrema; sin embargo, Casado respondió en la contrarréplica desde su escaño con una contundencia que era necesaria para hacerse merecedor del aplauso constante de sus diputados. El portavoz que soliviantó a Sánchez fue Santiago Abascal, quien inició su discurso diciendo que “Quim Torra debería ser detenido”. El dirigente de Vox no tuvo su mejor día. Excesivamente alborotador, anunciando acciones apocalípticas en la calle y ante los tribunales contra el “Gobierno traidor”.
Curiosamente, fue Pablo Iglesias, no Sánchez, el que se refirió a los independentistas confesando que le gustaría convencerles de que reconsideren su posición. A Iglesias se le notaba ilusionado por su futuro inmediato, pero contenido en las formas. Es perfectamente consciente de que su presencia en el Gobierno inquieta a un número considerable de españoles. Fue él, más que Sánchez, el que hizo un esfuerzo para tranquilizar sobre el sentido de responsabilidad de quienes van a dirigir los destinos de España en los próximos años. Sin embargo, cuesta aceptar que un vicepresidente de Gobierno se refiera a su agradecimiento a los presos y a los “exiliados”.
La inquietud que percibe Iglesias no se va a apaciguar fácilmente. Exceso de preguntas sin respuestas, un Parlamento demasiado compartimentado que impedirá el debate sereno que necesita un Gobierno de coalición de izquierdas supeditado a las exigencias de unos independentistas conmocionados por el acoso de los tribunales y sus divisiones internas… Y un presidente, mal que le pese, cuya credibilidad está en cuestión. Cuenta con el apoyo de su partido porque hace falta mucho valor para enfrentarse al líder del partido, y ese valor falta. Pero en los pasillos, algunas confesiones demostraban que Pedro Sánchez no tiene ante sí un camino de rosas. En el partido del puño y la rosa no se vive el entusiasmo necesario que necesita un presidente de Gobierno.
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