La plaga de las lámparas de mimbre en los bares de Sevilla

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Sólo falta que un camarero con pinganillo te sirva una piña colada en medio coco en vez de un tanque de la Cruzcampo

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Una lámpara de mimbre en un establecimiento de Sevilla.
Una lámpara de mimbre en un establecimiento de Sevilla. / M. G.

Si hay quien defiende en clave de humor que no se debe viajar a destinos donde no hayan estado los romanos, ni alejarse mucho del Hospital Virgen del Rocío, la experiencia enseña que conviene tener la guardia alta si le toca almorzar en un bar o restaurante con sobrecarga de mobiliario de mimbre, bambú, cáñamo o materiales similares. Hay un sector de la hostelería de Sevilla que parece promocionado por algún consulado de medio pelo de país caribeño. En vez de tanques espumosos de la Cruzcampo, falta que te reciba el camarero con el pinganillo en una oreja, te suelte un "Hola, chicos, ¿tenéis reserva?", y te ofrezca medio coco con una cañita. Alguien se está forrando con la venta de decoración de mimbre a los neo-bares de la ciudad, esos que lo apuestan todo a la estética ambiental, a salir en las listas de preferencias de Internet y muy poco a la formación y los buenos salarios del personal. Queman a los empleados y acaban... pegando el cierre. Se basan más en vender que en servir. Y está demostrado que solo sobreviven los segundos. Si hay entidades bancarias que parecen bares minimalistas de tragos largos, hay bares que podrían encajar en cualquier ciudad. Son todos iguales, como de un catálogo de tienda sueca. Mesas de tablero grueso donde los cubiertos están directamente encima de la madera. ¡Y usted se va a meter en la boca ese tenedor o esa cuchara! Pero... ¡Qué bonita es la decoración!

No falla, donde hay lámparas de mimbre, hay camareros para tomar nota de la bebida y otros de la comida. Marean más al cliente que una ventanilla de la Tesorería de la Seguridad Social. El pinganillo es, bien que lo sentimos, el icono del servicio deficiente. Se lo decía Antonio Sánchez a Juan Parejo en la entrevista de contraportada con motivo de su último libro sobre bares auténticos: "A los camareros de ahora les falta la tiza en la oreja". Y a los bares, querido Antonio, les sobra tanta decoración de pastiche y apostar más por los trabajadores. Alguno dirá que hay casos de clientelas consolidadas y establecimientos con colas de espera. Claro que sí. Cuando no se tiene criterio, todo parece "precioso": tragas una espera en la ciudad de los 10.000 veladores, tragas con los cubiertos puestos directamente en el tablero, te conviertes en un "chico" o "chica" aunque tengas 70 u 80 años, y te importa poco la calidad de los platos porque no distingues entre un tomate casero de uno de lata. Y todo esto, pagando, oiga. Dejar de comer en casa por la evolución de la propia sociedad, tiene sus inconvenientes: se pierden conocimientos. Es la hora del mimbre y el pinganillo. La culpa de todo es del tataki, ¿verdad Pepe Monforte? Llena ahí el coco que no sé que tiene pero está buenísimo. Al final echaremos de menos el Aperol Spritz.

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