¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Al menos en Sevilla, en mis años de adolescente se llamaba pijita a los niños muy atildados y a la moda monegasca: jerseys amarillo pollito, pantalones de pinzas o de pana roja, camisetas de Amarras, camisas azules con cuello blanco, mocasines à la manière de Gucci, pullovers de Don Algodón... Eran los años del optimismo y ser pijita no era ni bueno ni malo, sino una manifestación estética más, como ser heavy o mod. Luego, todo en España se fue complicando y la palabra se acortó y agrió hasta convertirse en el adjetivo descalificativo pija/o, que como bien nos recuerda el Diccionario de la Real Academia Española es también una de las muchas maneras que tenemos los hispanófonos de nombrar al miembro viril. Jocosas casualidades de nuestro idioma.
Hoy en día, la palabra pija se suele usar como una chivata goyesca. Le pasa como al término fascista. Pijas son siempre los demás, nunca uno mismo. La misma Chábeli preferiría vestirse de Desigual antes de autocalificarse como pija. Imagino que lo mismo pasaría con los petimetres del siglo XVIII.
Algunos defienden que el pija ha mutado en cayetano, pero con eso demuestran una preocupante falta de perspicacia. Es cierto que la figura del cayetano es una vuelta de tuerca berlanguiana del pijo, al que se le suma una conciencia política y un gusto por la performance, además de su divertido sentido de la autoparodia y su alta misión histórica, lo cual suele poner nerviosa y faltona a nuestra progresía. Digamos que para ser cayetano hay que ser pijo, pero todos los pijos no pueden ser cayetanos. Para ser cayetano, como para ser caballero del Santo Sepulcro, se requiere un cierto abolengo, un esprit de corps al que no todos tienen acceso. No se improvisa un hombre que se pasea en un descapotable con chófer, megáfono y bandera nacional para protestar por el confinamiento sanchista. Tampoco una señora capaz de montar en Ferraz barricadas con rosarios. Para eso hay que haber mamado de tetas que no son asequibles a todos. El cayetano tiene su propio estatuto de limpieza de sangre.
Lo curioso es que, en la actualidad, el término pijo se usa fundamentalmente contra esa nueva clase de profesionales de sensibilidad woke, los excedentes de la élite, según John Gray: politólogos, profesores universitarios, abogados o periodistas que se pirran por los restaurantes de moda, los viajes exóticos, la ropa divina, los conciertos de estrellas y el cine de autor en plataformas. Ser pijo de izquierdas puede parecer una contradicción, pero todos sabemos que no lo es. Sobre todo, para esos barrios obreros que cada vez votan más a opciones derechistas. En Francia o Italia abundan. En España, ya veremos.
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