¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Mi sombrilla es una torre albarrana. Debajo, con mis libros, estoy en mi pequeño reino afortunado. La imagen implica una paradoja, porque, cuanto más baja clavo la sombrilla, más altiva la torre me defiende. ¿Del sol? Sí, y de las distracciones y de las conversaciones casuales que podemos pasarnos dos meses sosteniendo en la playa.
En consecuencia, veo, más que nada, pies. Lo que, si nos tomamos al pie de la letra el endecasílabo de Amalia Bautista ("Qué feos son los pies de todo el mundo"), no es muy bucólico. Luego, hay pies de todos los tamaños y de todos los colores (uñas).
Permítanme que, igual que escribí una loa a las alpargatas, amague aquí una leve desaprobación de las sandalias. En ambos casos, subjetiva: no pretendo dictar ley ni fallar sentencia. Sencillamente, prefiero los pies descalzos, um, con ese dorado velo sugerente de pudor de la arenita pegada. Las sandalias conllevan una innecesaria superficie (aislante) de plástico (no biodegradable), a menudo deformada por la huella del que la calza y, sobre todo, con esa extraña columna (entre los dedos). Mi prejuicio admite prueba en contra y diría que a las muy guapas las sandalias les caen extraordinariamente. Mientras andan, van dándoles los aplausos (plas, plas, plas) que, por timidez y corrección política, nosotros no podemos darles.
Como con los dientes de los caballos, a la gente en los pies se nos ve bien la edad. Otras zonas de la fisonomía despistan -gozosamente-. Los pies, en cambio, son sinceros, que es señal de nobleza. Son además un retrato abstracto y tal vez a lo Dorian Gray de su portador (portado). Entre pies y cara hay un parecido raro, un aire, un mismo espíritu.
Había pensado añadir que, tras tanto estudio, prefiero los colores naturales de pintura de uñas, pero qué error: los clásicos rojos, los graves granates, los perlados brillos son tan poco naturales como los verdes limón, los turquesa merengue, los rosa palo, los negro novela, los blanco tippex y los naranja salvamento. Diré mejor, pues, que me quedo con los colores artificiales de toda la vida.
Viene alguien a saludarme y dice: "No te levantes". La sombrilla está tan baja que hablo un buen rato con unos pies y no sé si reconozco al amigo o la amiga por sus pies o por su voz. Todo acaba fundiéndose. A estas alturas -bajas-, nadie podrá decir que este artículo no tiene ni pies ni cabeza. Al menos de eso me he librado, a medias.
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