La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Bien me he guardado yo de entender de fútbol ni siquiera un poquito; un resorte providencial en mi cerebro lo desconecta cuando alguien me habla de fichajes, goles, isquiotibiales, tablas. Ca una es ca una. Aun así, el domingo de la victoria de España contra la pérfida Albión me tragué el partido a la par que comprendía, mientras me mordía un codo, que lo mejor para mi estabilidad emocional es continuar viviendo ajena a estas cosas. Qué nervios –“¡Que no quiero verla!”, grité cuando marcó Inglaterra–. Y qué hermosura que ganara, tan merecidamente, nuestro equipo. Parecían futbolistas de otro tiempo, de cuando se llevaba el bigote ochentero; allí había feos, católicos, sentimentales, peluconas, napias, chavalillos y gentes como las gentes que a mi tierra vinieron –¡que me arranco por Manuel Machado!–, de la raza mora, vieja amiga del Sol. Hay que ser tontísimo para ser racista en un país como este.
Me entero –periodismo de investigación– por un amigo palangana que no uno, sino dos jugadores de la selección –tres, si el tercero, Gavi, no hubiera estado lesionado– son naturales de Los Palacios y Villafranca: Jesús Navas, del Sevilla F.C., y Fabián Ruiz, criado en la cantera del Betis. El sabio pueblo, en sentido homenaje, les ha ofrendado a cada uno su peso en tomates. 83 kilos, 200 gramos a Fabián; 64 con 700 gramos a Navas. Pocos tomates me parecen. Lo digo en relación a los que aquí somos capaces de comernos al año en la modalidad de gazpachos, salmorejos, pistos, pipirranas; cabrillas, sangre, bacalao en tomate, o tomates con carne (no confundir con carne con tomate). Ni el oro, ni la plata ni las medias de lycra ni el papel higiénico: los tomates son a mi entender de las cosas más preciadas –junto a las papas y a la palabra canoa– que nos ha dado América.
En asuntos tomateros, aunque puedan comerse todo el año, me declaro defensora de la estacionalidad y el kilómetro cero. Los tomates en mi casa siempre se han traído, por kilos que suman el peso de la selección al pleno, junto al seleccionador, al director médico y al utillero, en temporada y del terreno, y hemos hecho equipo para pelar, freír y meterlos en botes al baño maría, para racionarlos después a lo largo del año. Otrosí, en los viajes por países tan calurosos o más que el nuestro, donde la religión proscribe la cerveza fresquita, me pasma que no hayan declarado el gazpacho como bebida nacional. Ni tampoco entiendo que en Sevilla no haya en verano vendedores ambulantes de gazpacho, como en el caribe colombiano los hay de tintico o café negro y de jugo de zapote con el que enfrentar el resistero. Los tomates ya no saben a tomate. Salvo en estas tardes calientes, recién cogidos en su punto de la mata. Si son esos los que les pesan en romana a los futbolistas palaciegos, bien despachados van.
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