La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
Una de las cosas más fascinantes del sanchismo es la proliferación de la figura servil del pelota. Por pelota se entiende a la persona –hombre o mujer– que se arrastra ante un personaje poderoso procurando ganar algún beneficio, por pequeño que sea. El gran Manuel Vázquez de los tebeos creó el personaje de Ángel Siseñor, un pobre diablo tan sumiso que sólo era capaz de decir una frase: “Sí, señor”. Le pidieran lo que le pidieran, el pobre Siseñor siempre respondía lo mismo: “Sí, señor”. Aquel pobre hombre era una especie de destilado humano de la obediencia más ruin. Y un siglo antes, el gran Galdós ya había creado el prototipo de pelota mediocre y arribista en la saga de los Pipaón: don Juan de Pipaón, alias Juan Bragas, y su yerno Francisco de Bringas, alias Thiers.
La diferencia –asombrosa diferencia– es que el pelota oficial del sanchismo no se parece en nada al pobre desgraciado de Ángel Siseñor ni al cortesano arribista de la saga de los Pipaón (y no olvidemos a la gran Rosalía Pipaón de Bringas, el modelo literario de Begoña Gómez). Ah, no, el pelota oficial del sanchismo tiene la vida más que resuelta y disfruta de un inmenso prestigio social y de millones en el banco (o en las islas Caymán). El pelota oficial del sanchismo tiene Porsches y yates y espléndidas villas en Menorca. No es un pobre diablo que se arrastra ante el gélido caudillo para pagar el alquiler o conseguir un modesto estanco. No, para nada. El pelota del sanchismo –el rastrero y servil Pipaón de la España del siglo XXI– es banquero, CEO de una multinacional, presidente del Tribunal Constitucional o ministro de Hacienda. Y esto es lo más extraño de todo: el actual bufón cortesano no es un oficinista muerto de hambre, sino un diplomático, catedrático, presentador de televisión o socialité envidiada por millones de personas. Sí, ese es el misterio insondable de nuestra época: ¿Qué impulsa al peloteo más abyecto a personas que tienen prestigio, dinero y poder? ¿Qué es lo que las convierte en aduladores que se arrastran frente al desdeñoso caudillo que las recompensa con un carguito hasta que un buen día decide darles una patada en el culo? ¿Qué es lo que los convierte (a ellas y a ellos, eh) en dóciles perritos falderos? Ah, amigos, ese es el misterio más impenetrable de todos. Y todavía no ha nacido el nuevo Freud que pueda desvelar el enigma.
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