Cuarto de muestras
Carmen Oteo
La herida milagrosa
Sevilla/En unos papeles cubiertos con tapas de cartón está escrito el Pregón de la Semana Santa que Pascual González nunca pronunció. Faltó valentía para nombrarlo. La ciudad, esa ciudad en particular, se retrató como siempre. Aquí puedes renegar de la religiosidad popular, hacerte creyente en quince minutos o no pagar a tus acreedores, pero pronuncias el Pregón con toda su empalagosa batería de almíbar por delante y por detrás. Como seas artista estás expuesto a una suerte de implacable tribunal de la inquisición. Somos borregos que jamamos pestiños y asumimos productos impostados.
Tenemos lo que nos merecemos salvo honrosas excepciones. A Pascual –¡qué le vamos a hacer!– le hacía mucha ilusión dar el Pregón. Tenía una espinita clavada que ahora herirá para siempre el gélido corazón de esa Sevilla cobarde que siempre mira para otro lado mientras se lava las manos en la palangana de su mediocridad.
Guardo un mensaje que me envió con el corazón más que nunca. Hacía tiempo que se había autoimpuesto un orden para seguir abrazando la guitarra y no coger sitio antes de tiempo junto al Cristo de las Mieles. Me respondió de inmediato cuando el pasado Martes Santo le celebré la interpretación de las famosas sevillanas del puente ante la imagen del Señor de la Sagrada Presentación al Pueblo: “Muchas gracias, Carlos. Él es mi razón de ser. Cantarle a sus plantas, a las cuatro de la tarde, sabiéndome con vida, ha sido sobrenatural. Gracias, un abrazo enorme”. Toda su vida como músico fue un intento constante por mantener los corazones agitados, en manifiesta vibración, en una suerte de éxtasis perpetuo. No existían los momentos bajos en sus composiciones. Siempre buscaba atrapar al espectador, al oyente, a la bailaora. ¡Arriba, el ánimo siempre arriba!
Los Cantores de Híspalis son quizás los únicos que se han atrevido a interpretar de todo sin períodos valle. Pascual daba el máximo y demandaba una alerta continua a los suyos y a su público. Por eso incluía pasajes recitados entre palo y palo de una sevillana, no fuera que se escapara de pronto el duende, la gente se despistara y dejara de bailar o de tocar las palmas.
Su vida como autor era una lucha contra el vacío y el tedio. San Benito fue su honda devoción pública. Su condición de hermano del Silencio, su devoción más íntima. El tipo que nos tenía en vilo en sus conciertos se reencontraba consigo mismo ante Jesús Nazareno. Abrazó siempre la cruz de su enfermedad. Fue envidiado porque triunfó. Sus cifras de ventas eran arrolladoras. Su vida, la de un hombre libre. Pagó el precio del éxito y de su libertad. No dejó a deber nada en este mundo.
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