¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Dado que este año vuelve a estar de moda el bañador turbo, quizá decida ponerme un slip náutico para ver la ceremonia de clausura de los Juegos. Les confieso que no soy ni un Kortajarena ni un Juan Betancourt, los Adonis del turbo soñado. Pero uno tiene derecho a lucir su discreto palmito frente al plasma, bajo el ventilador de aspas y la fiel mascota a los pies y panza arriba para recibir el airoso caño desde el techo. Conviene estar fresco –fresquito se dice en el verano de los diminutivos– a fin de evitar acaloramientos no deseados. Si la inauguración de París 2024 trajo disgustos a algunos (versión kitsch de la Última Cena de Jesús, frívolas decapitaciones, apología LGTBIQ+, servidumbres con el Islam), pues ahora, llegada la clausura, es previsible que asistamos a la segunda entrega de la supuesta demolición y caída de los valores culturales y religiosos de Occidente.
Nada nuevo. Que la tolerancia moderna se ha vuelto irónicamente intolerante con la fe cristiana es algo de lo que ya habló Benedicto XVI (Monoteísmo y tolerancia). Si el creyente –o su sucedáneo– ya estaba avisado, ¿a qué viene acalorarse tanto? Si se burlan de Jesús en el mundo de ahí fuera, recuérdese que el Reino está dentro de nosotros, ajeno al ruido de agitadores, lerdos y procaces. No recuerdo que esto último lo haya leído exactamente así en El Reino, la estupenda novela del francés Emmanuel Carrère. Pero podría haber aparecido perfectamente.
Me gusta creer que soy hijo de Jerusalén, Grecia y Roma (a título privado añado el sincretismo de Franco Battiato). Como europeos occidentales, somos hijos también de la civilización ahormada por San Benito, las catedrales, la Ilustración, la libertad y la democracia liberal de posguerra (sin olvido de la idea de Europa que apuntó Steiner). Si todo esto se degrada o pervierte en la ceremonia de clausura de los Juegos, pues nada. Mucho turbo y, como digo, al fresco fresquito. Ya puestos podríamos imaginar ahora alguna que otra escena previsiblemente polémica. Imagino, por poner, una gran performance, con santa Juana de Arco, idéntica a la de la película de Dreyer, pero ardiendo en cruz sobre antorchas olímpicas prendidas por los medallistas franceses. En el flamígero auto, a un lado aparecería Marienne, la alegoría de lácteos senos y gorro frigio de la Revolución vista por Delacroix. Y al otro estaría Michel Houllebecq, el escritor y polemista, pero ataviado cual Virgen de Lourdes, con hábito blanco y cinta azul cielo a la cintura. ¿Un escándalo? Para nada. La irreverencia es un tostón que sólo debiera llevar al bostezo.
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