Los paraísos perdidos

08 de septiembre 2024 - 03:09

Nos hacen, en gran medida, decisiones que no hemos tomado. Debí haber nacido en Tánger, donde vivíamos. Pero mis abuelos maternos, mi madre y mi padre –sospecho que por este orden– decidieron que su primer nieto y su primer hijo debía nacer en Sevilla. Debí haber nacido en la plaza que en 1952 los vecinos todavía llamaban de Argüelles, porque su nuevo nombre de plaza de la Virgen de Pilar no cuajó y se acababa de dedicar al Cristo de Burgos. Pero poco antes de mi nacimiento mis abuelos se habían mudado al ensanche de Regina, frente a la puerta norte del mercado de la Encarnación. Por eso nací en Regina, me bautizaron en San Juan de la Palma, me presentaron a la Amargura, que aún estaba en el Sagrario de la antigua parroquia, y pusieron en la cabecera de mi cuna una pequeña foto suya en un marquito de piel que me acompañó toda mi infancia y me acompaña hoy.

72 años después aquellas decisiones tomadas por otros tienen consecuencias personales, familiares y trascendentes. La personal es que mi infancia sevillana –porque, aunque pronto volvimos a Tánger en un trimotor Fokker, veníamos a Sevilla todas las Semanas Santas y algunas Navidades– y mi adolescencia y primera juventud –porque mis abuelos siguieron viviendo allí hasta finales de los años 60– está ligada la casa familiar de Regina y a aquel mundo perdido de la Encarnación cuyo corazón era el mercado, mi Combray en parte real y en parte idealizado por el recuerdo como Proust idealizó el Illiers de su infancia convirtiéndolo en el Combray de su novela. Sevilla, en mi infancia tangerina, era Regina. Y el fantasma o los despojos de Regina siguen siendo el corazón de mi Sevilla. El “donde nací una vez, moriré siempre” de Montesinos, ya saben. O, volviendo a Proust, “les vrais paradis sont les paradis qu’on a perdu”.

Más importantes son las consecuencias familiares, por afectar a otros y tener que ver con lo que es fundamento de nuestras vidas, la roca sobre la que se construye la única casa que no pueden derribar ni las lluvias y mareas de la vida ni el viento frío de la muerte: por nacer donde nací, bautizarme donde me bauticé y tener en mi cabecera la foto que tuve, uno de mis hijos y mis dos nietos son, como yo, hermanos de la Amargura y mi hijo viste cada Domingo de Ramos la túnica más blanca de entre las túnicas blancas –blanco único de San Juan de la Palma– que espero mis nietos vistan algún día.

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