¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
NO nos costó mucho resolver el dilema del sábado-noche: o velada casera acompañados por Ana Belén, los Javis y el cine plurinacional, o recital de un tal Sergio el Colorao, cantaor de Granada, en la Peña Torres Macarena, templo indiscutible de la Sevilla jonda. Convenientemente maqueados cogimos el camino bordeando la muralla, atravesando el antiguo cinturón de huertas y muladares hasta llegar a la Resolana. Yo estaba absolutamente dispuesto a poner en marcha el consejo que el poeta jerezano Rafael Benítez Toledano da al público en general cuando va a un sarao flamenco y quiere evitar la ridícula torpeza de tocar las palmas: con la mano derecha se coge un whiskie; con la izquierda, un cigarrillo. Y así no hay tentación posible de hacer el canelo. La recomendación consta en uno de los mejores libros que he leído en lo que llevamos de curso: Prosas catetas, una recopilación de artículos escritos por Benítez Jurado y editado por Libros de Canto y Cuento. Cierto es que hice trampa y sustituí el cigarrillo por un chicharrón y el whisky por una copa de manzanilla, pero la fórmula resultó válida. Ni una palmita.
La Peña Torres Macarena es uno de esos lugares que aún conservan el halo de autenticidad que tanto se echa de menos en las ciudades turistificadas. Es un sitio de categoría, con barra, patio y escenario, todo decorado con fotos de leyendas del cante, cortinas costeadas y azulejería cañí. Comprende uno por qué la ex consejera de Cultura (y actual de Educación), Patricia del Pozo, hizo constar como principal logro de su experiencia en gestión cultural el ser hija de un presidente de esta institución. No es poca cosa.
Pero lo mejor de la Peña Torres Macarena –más allá de su impagable labor en favor del flamenco– es su tratamiento del guiri. Los técnicos de la cosa turística municipal y autonómica deberían ir allí a aprender cómo se trata con hospitalidad a una criatura del Señor sin que eso suponga vender tu alma al diablo cojuelo de los dineros. Allí no se le prohíbe la entrada a nadie, pero se tiene muy claro a quiénes pertenece la peña. El visitante (extranjero o de San Julián, lo mismo da) puede comer y beber, disfrutar de la música, charlar o hacer amistades, siempre que respete escrupulosamente los momentos del cante y no invada los asientos reservados a los señores socios con nombre y apellidos, como los de la Real Academia Española. Eso lo llevan a rajatabla. Es, sin duda, el más selecto de los palcos de Sevilla, incluso más que esos en los que usted está pensando. En la Peña Torres Macarena se aprenden muchas cosas. Y no solo de soleares, alegrías, martinetes y seguiriyas.
También te puede interesar