La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Según el intelectual y gran bibliófilo –ex director de la mítica biblioteca de Buenos Aires y hoy responsable de la que lleva su nombre en Lisboa– Alberto Manguel, “aunque no haya libros siempre habrá lectores”. O historias, o literatura, preciso yo, que he pasado una semana atareada en narraciones, orales, escritas o visuales a cada cual más seductora. Si andurreamos por el centro, la tentación de la siempre estimulante Feria del libro antiguo es difícil de evitar: siempre hay un tesoro. Y si ese caminar lo hacemos por las redes resulta que en una, –hasta hace bien poco vedada para mí, por edad, suponía yo– Tik-Tok, aparecen los hilos del escritor Salvador Gutiérrez Solís, convertidos en clips de terror por la multinacional Sony. Este escritor ya nos fascinó en plena pandemia con unos hilos que partiendo de imágenes cotidianas (la vecina que deja de salir al balcón, pasos extraños en la terraza contigua, el llanto de un niño en plena noche en un piso deshabitado –que es material inflamable para la imaginación y que es el corazón de la literatura–. Pura tradición oral son esos hilos que provocan el mismo efecto que aquellos cuentos al amor de la lumbre –¿verdad Rodríguez Almodóvar?– que se han ido contando de generación en generación. Desde el papiro hasta Gutenberg las historias nos construyen el mundo o al menos esa realidad que nunca está completa sin lo imaginado, lo contado, lo recordado (la memoria, esa gran fabuladora). Gracias a eso, el patio y las salas de CICUS este fin de semana han estado abarrotadas de lectores convocados por el Bookstock, una de las iniciativas mas interesantes que se creó hace años y que afortunadamente sobrevive. Porque escuchar a los autores es también un género literario de alguna manera: ver conversar a Coradino Vega y Eva Díaz Pérez, a Agustín Fernández Mallo y Laura Fernández, a Rocío Rojas Marcos y a Juan Bonilla, es una forma de leerlos. Lo personalmente vivido es tan parte de la literatura que no resulta extraño que los autores a veces elijan formatos que tienen al yo desnudo como hilo conductor. En el fondo el autor siempre late en las historias –Madame Bobary soy yo, clamaba Flaubert y con razón–, pero resulta una curiosa coincidencia que tanto Martínez de Pisón como Manuel Vilas, en sus libros más recientes, se deshagan de personajes secundarios, por así decirlo, y hablen de ellos, de ese magma correoso de la infancia tal como la recuerdan, de sus amores, de sus amigos, de sus lecturas. Como verán hago equilibrios para huir de la etiqueta “autoficción” que intenta encerrar en un solo género a la memoria, de por sí la más creativa de las artes. Sevilla está llena de libros viejos y nuevos. O sea, de historias que nacen cuando, nosotros los lectores, las leemos. Les damos vida. Eso engancha más que aquello que fumaban, o eso dicen, los hoy octogenarios de Woodstock.
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