¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El placer de lo público
Esta vez –sin que sirva de precedente, y no solo por continuar decepcionándoles– voy a caer del lado de quienes escogen decir “Feliz Navidad” en lugar de “Felices fiestas”. Aunque entienda a quienes, mediante la ambigüedad, pasen tela de esos que se empeñan en observar a los demás más que a sí mismos (los hay a palas, de todos los colores), contra los que precisamente nos previno el Cristo. No estoy dispuesta a desprenderme por las buenas del símbolo y el misterio de la natividad o, casi mejor dicho, del renacimiento en el ciclo Vida-Muerte-Vida; ni del alumbramiento y de la llegada de la luz. Ni arquetípica ni empíricamente resulta razonable renunciar a tales términos. Para colmo, el relato bíblico del nacimiento es la bomba: en él, lo divino no es una potencia invasiva, extraña y controladora, ni un acto de poder y dominación sino una criatura chica y débil, una fuercita que la hace ser lo que en verdad es. Pues esto, porque no sale a cuenta, hay demasiados que no les entra en la mitra. Dicho lo cual, por descontado, que ca uno felicite sus caunás.
Fin de la exégesis, voy al grano: desde hace años, en el mundo occidental se han reducido las diferencias entre la vida rural y la urbana. Para lo bueno y para lo malo: los del pueblo tienen un hospital de referencia a una distancia razonable y casi más coches por barba que los de las capitales. Internet llega peor, pero lo que llega por el wifi es igual. La tele es la misma, también la angustia vital y el sobrepeso. No pasa así en el resto del mundo. A pocos kilómetros de la moderna Amán, los beduinos racionan el agua y la intemperie. Pero hay algo en lo que en nuestro país continúa habiendo una misericordiosa diferencia entre los pueblos y las ciudades, las navidades. En nuestro país y en sus paisanos: hay quien muere por ir a encandilarse con las luces de la malagueña Larios, y quien no ve la hora de irse al pueblo, aunque sea para ir a echar una mano con los auténticos árboles de navidad y sus bolitas, a saber, los olivos y las aceitunas. Yo prefiero las navidades en la aldea, esto es, con calma, sin euforias ni derroches, con cuatro bombillas en las calles quedas, y con salida a campo abierto. Con sitio para aparcar y para aparcarse un poquito. Pero… ¡Atención, señora, la estridencia también ha llegado a los pueblos! ¡Ya están aquí las luminarias, las cabalgatas ostentosas, y los bafles a toda pastilla! A este paso, para vivir la cacareada Noche de Paz, nos vamos a tener que ir a tierrecita de morería.
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