Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Es malo dar nada por sabido y aún menos las opiniones ajenas, especialmente de aquellos a quienes, para bien o para mal, les hemos hecho un traje a nuestra medida. Las declaraciones de un sindicalista como Cándido Méndez me han vuelto a romper esa guardarropía que guardamos con su etiqueta y que tanto nos sirve para ordenar nuestro mundo. Que vuelva la mili, leo que dice el antiguo secretario general de la UGT y me pasmo como si hubiera escuchado a uno de Desokupa dar vivas el Estado de Derecho. No es que quiera compararlos, válgame, Méndez es un tipo legal (sic) que tiene todo el derecho a tener una opinión propia por más que resulte extravagante, viniendo de quien ha defendido idearios que no pasan, creo, por el servicio militar obligatorio de infausto recuerdo. Más le veo tomando cañas con antiguos objetores como Carlos Aristu –sindicalista como él– que interesado por los uniformes y los desfiles por nacionales que sean. La desaparición de una obligación que poco aportaba a las Fuerzas Armadas y más bien servía de cuerpo de casa y despacho de los altos mandos, se la debemos a Suárez, cuando ya no era presidente y su presión a un PP que estrenaba Moncloa. Las cosas como son. Justo cuando Méndez defendía la mili, terminaba yo la deslumbrante biografía que ha escrito Coradino Vega de Arturo Barea, en la que el escritor de Riotinto añade reflexiones tan jugosas como la misma vida del autor de La forja de un rebelde. En su viaje a los lugares de Barea, Vega recorre las universidades británicas que finalmente acogieron a aquel niño pobre de Madrid que había estudiado gracias a los sudores de su madre viuda. Le marcó la infancia sin duda pero, sobre todo le marcó la guerra de Marruecos, a la que fue como soldado y cuyas heridas emocionales nunca llegó a curar. Tal era su aversión a la violencia que pasó por sospechoso incluso entre los suyos y los que defendían sus valores. Compara Vega el casi imposible acceso de los españoles de la época de Barea a las universidades europeas con su propia experiencia, como uno de los primeros Erasmus, esa beca que ha hecho más Europa que todos los parlamentarios votando a la vez. Si de lo que habla Méndez es de un servicio que dote a los jóvenes de identidad y sentido de la responsabilidad con su país, nada más alejado que aquellas milis. Barea se pasó la vida buscando la paz y el conocimiento y pagando un precio muy alto. Que los jóvenes españoles se chapucen en Europa, en sus lenguas, sus aulas y, sí, sus bares, es la mejor manera de construir identidad desde la singularidad. Y que salgan de casa. La única ventaja de aquella mili, salir del pueblo por primera –y a veces última– vez. Me parece que estamos necesitando un Erasmus para jubilados, querido Cándido. Yo me apunto.
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