¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
El Estado democrático, cuya dirección ejecutiva se decide en los comicios, cada día imita más a una sociedad mercantil, en la que las alianzas para la consecución de una mayoría de control en el consejo de administración son la clave del poder. En este país –no así en otros de mayor tradición de libertades públicas– no es quien gana las elecciones quien gobierna, lo cual provoca que el intercambio de votos fragmentarios a cambio de concesiones a minorías pueda erigir a una vicepresidencia del Gobierno a alguien que, canibalizado, acaba regentando un bar o a una mujer que no representa sino a unos votantes escasos y menguantes, o a un prófugo que de buena gana dinamitaría la res publica: nada nuevo, no es un invento de Sánchez, aunque se haya despojado de toda careta en beneficio de su baja espalda. Que se esgrima este mercadeo como una “mayoría social” es un sapo que tragarse en el menos malo de los sistemas políticos. Las empresas deben ser libres; bajo tutela pública y por el bien general. El Estado no es una empresa, sin embargo.
El Estado es algo mucho más largo y ancho que uno o cuatro partidos políticos y las aritméticas regionales, y más que el parecer –de frente, paso ligero– de sus pocos electores en unas primarias. Pero es el Gobierno quien legislativa y ejecutivamente lo rige. Negar tal estructura institucional es ilegal. Son varios miles de militantes quienes deciden cuáles son los candidatos que, como en un zoco, acabarán por gobernar todo un complejísimo Estado como lo es el español. España no tolera un acuerdo entre mayorías, PSOE y PP. Mientras unos arreamos con la quijada de burro de “la derecha y la ultraderecha” –y venga, todos a una– otros odiamos visceralmente al “socialcomunismo” y a perrosánchez. En el cuadrilátero donde nos atizamos teatrales ganchos al hígado, las regiones ricas –las tres, los vértices del triángulo centro-nornoreste– hacen su agosto. En ese intercambio de manojos de leches, la excesiva deuda pública se obvia, y los ayuntamientos se secan, condenados a la bancarrota. No tenemos partidos políticos que, en su inquina recíproca, acepten pactar entre los verdaderamente mayoritarios: en Alemania llevan décadas de Gran Coalición, con democráticas bisagras de minorías ecologistas, comunistas, neofascistas o animalistas. Tutelas menores, no chantajistas. Aquí imperan la componenda y los socios minoritarios, aliados de ocasión que dejan en el arroyo a millones de votos. Y entre que sí y que no, la cosa pública peligra en sus finanzas. Nos matan suavemente, que cantaba Roberta Flack.
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