La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
AHORA que la motosierra municipal ha sanado definitivamente aquellos árboles cuya enfermedad terminal fue ocultar su visión desde la Puerta de Jerez, quizás sea un buen momento para reflexionar sobre la Torre del Oro. No tanto sobre su nueva panorámica urbana desarbolada, sino sobre la conveniencia de mantener los usos de este emblemático edificio histórico, que es propiedad del Ayuntamiento de Sevilla. Su actual aprovechamiento como instalación museográfica parece, en principio, un uso adecuado a su condición histórica, pero el problema es que lo que hay en su interior es un no museo; siendo muy generosos, podríamos decir que como mínimo hace tiempo, décadas, que dejó de serlo.
La museografía actual se fundamenta en la articulación expositiva de un discurso intelectual del que esta colección carece absolutamente. El pomposamente denominado Museo Naval de la Torre del Oro no deja de ser una simple acumulación de piezas y curiosidades, de relación a menudo arbitraria, donde se mezclan algunos (pocos) elementos de interés con muchos otros que carecen absolutamente de él. Podríamos sugerir como justificación un cierto encanto vintage, si fuese como los voluntariosos museos marineros particulares que se pueden ver en Sanlúcar o El Puerto, pero que desde luego no resulta creíble como instalación museística institucional. Sencillamente, allí no se cuenta nada. Paredes repletas de láminas convencionales y copias (no muy buenas) de cuadros conocidos no justifican una visita.
¿Cuál es el interés cultural para Sevilla de seguir dedicando la Torre del Oro a exponer una galería de retratos de almirantes de la Armada?
Como si se tratase de una de esas incómodas herencias familiares, el mantenimiento de esta cesión de la Torre del Oro al Ejército es un asunto que los representantes municipales, vigentes y futuros, preferirán no remover para evitarse fastidiosas jaquecas. El triste resultado de no hacerlo es el incomprensible desaprovechamiento patrimonial de este recurso municipal, vinculado existencialmente al hecho diferencial que determina la verdadera singularidad histórica de Sevilla: la ría del Guadalquivir como puerto interior. A pesar de sus evidentes limitaciones de accesibilidad, este edificio hace tiempo que podría estar dedicado, por ejemplo, a explicar a los sevillanos y visitantes la transformación del estuario del Guadalquivir y aquel Puerto de Indias que revolucionó el Mundo, y por supuesto a cumplir su función natural como atalaya albarrana, hoy diríamos mirador turístico sobre el Río Grande de los andaluces. Pero si esta opción no satisface, o si ya se está contemplando para otros proyectos (siempre) pendientes, estoy seguro que cualquier Gestor Cultural sabrá proponer nuevos usos infinitamente más coherentes y provechosos que los actuales.
En esta ciudad que ha renunciado a tener su propio Museo de Historia, la Torre del Oro (Sevilla y el Río) podría ser el siguiente equipamiento de esa incipiente y prometedora red de instalaciones museográficas municipales tematizadas (Centro del Arte Mudéjar, Museo de la Cerámica de Triana, Antiquarium...). Habrá quienes se escuden en factores legales, e incluso emocionales, para mantener sine díe este uso caducado de la Torre del Oro, pero si el Ministerio de Defensa pudo vender, sin la menor lírica y al mejor postor, la antigua dehesa comunal de Tablada (medio-regalada en su día por la ciudad) no debería ser tan complicado revertir un convenio de cesión del año 1936, que en la Sevilla actual hace ya tiempo que carece de sentido.
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