¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
SEVILLA/Es fácil formarse una idea adversa de la duquesa de Alba y asociarla con esa aristocracia decadente del siglo XVIII, siempre rodeada de toreros y flamencos, que ponía de los nervios al ilustrado Jovellanos, pero Cayetana de Alba ha sido muchas mujeres en una sola mujer -como aquel apócrifo de Borges que confesaba haber sido muchos hombres en uno solo-, y junto a la mujer que baila sevillanas y se pirra por los toreros, también hay una mujer inteligente, culta, divertida y libre, una mujer que ha sabido liberarse de muchas imposiciones ridículas y que ha aprendido a vivir sin dar cuentas a nadie, y esa mujer es mucho más interesante y compleja que esa otra mujer un poco caricaturesca que aparece en los programas del corazón.
No me gustan los toros ni el flamenco, ni siento la menor fascinación por la aristocracia, pero creo que hay muchos aspectos de la vida de la duquesa de Alba -y son los más desconocidos- que nos revelan una indiscutible grandeza interior, una grandeza que no tiene nada que ver con los títulos aristocráticos ni con los palacios ni con las colecciones de arte, sino con el simple deseo de ser feliz y con todo el esfuerzo y todo el valor que una mujer de su época tuvo que emplear para cumplir ese deseo. Ninguna mujer de la época de Cayetana de Alba se consideraba con derecho a ser feliz, pero ella supo reunir la fortaleza y la valentía necesarias para atreverse a realizar ese sueño tan elemental y al mismo tiempo tan inalcanzable para la mayoría de mujeres. La duquesa de Alba fue una de las primeras mujeres en atreverse a ejercer el derecho a tener una vida propia. Sólo por eso ya debería inspirarnos respeto y quizá admiración.
En contra de las apariencias, la duquesa de Alba no ha tenido una vida fácil, y aunque haya vivido rodeada de criados y porcelanas y tapices, uno sospecha que hubo mucha soledad en su infancia, ya que su madre murió muy joven y ella tuvo que vivir como una especie de reclusa en un gran palacio, sometida a un protocolo y a una educación muy rígidas, cosa que le provocaba -imagino- un gran frío interior y una enorme nostalgia de la luz y de la calidez anímica de Andalucía, sobre todo cuando vivía en Londres, donde su padre fue enviado como embajador y donde tuvo de compañero de estudios a un nieto de Tolstoi, nada menos.
Y si alguien piensa en una mujer inconsistente y frívola, debería recordar que la duquesa de Alba publicó, en marzo pasado, una carta al director de El País en la que defendía a su segundo marido, Jesús Aguirre, de las bromas que le había dedicado el escritor Manuel Vicent en un libro. La carta de la duquesa era una maravillosa declaración de amor, aparte de una apasionada defensa del hombre con el que había decidido casarse, y contenía una de las frases más hermosas que he leído en mucho tiempo: "El retrato que pinta en su libro es el de un personaje que me resulta desconocido, porque durante 20 años fui la mujer más feliz del mundo; nunca conocí un hombre tan apasionado e inteligente". Yo no sé cómo era Jesús Aguirre, ni me importa, pero leí a los veinte años sus traducciones y sus prólogos de Walter Benjamin y desde entonces le estoy agradecido de por vida. Y también sé que la defensa de la privacidad y del honor de un personaje público que hacía la duquesa de Alba en esa carta debería estudiarse en las Facultades de Periodismo, si es que queremos que todavía exista algo parecido al periodismo en los próximos años. Y por último sé otra cosa, quizá la más importante: que la vida de la duquesa de Alba -si la contase alguien con imaginación y talento- encierra una novela, una gran novela, incluso una de las más grandes novelas de nuestra literatura. No es poco.
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