¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
El problema de las flamencólogas que andan por ahí hablando de la mujer en el flamenco es que no han investigado nada y por eso están dando tanto la tabarra con el ya manido asunto del machismo en el arte jondo. Presentas un proyecto sobre la afinación en la guitarra flamenca y no te echan cuenta. En cambio, dices que vas a hablar sobre el papel de la mujer en el flamenco y ya tienes la subvención en la mano. ¿Y por qué no hablamos del papel del hombre en el arte flamenco? Es que resulta que el hombre y la mujer han tenido el mismo papel en el origen, el desarrollo y la evolución de nuestra música. La primera vez que se escribió en serio sobre este arte ya estaba presente la mujer. Ya se hablaba de las seguiriyas de El Planeta o El Fillo y también de las de María Borrico o La Cantorala.
Si existen las malagueñas de El Mellizo y Chacón, también las de La Trini y La Peñaranda. En cafés cantantes como los de Silverio y El Burrero había más flamencas que flamencos y a Emilio Beauchy, el gran fotógrafo sevillano, le dio por inmortalizar el cuadro de las artistas del Café del Burrero y no de los artistas. Argumentan las feminijondas que algunos padres o maridos no dejaron actuar a sus mujeres o hijas en los cafés cantantes por machismo, sin tener en cuenta que en aquellos cafés apuñalaban cada noche a algún artista y que, además, las bailaoras o cantaoras tenían que alternar con los clientes. Esto último seguía pasando en los años cincuenta del pasado siglo en algunos tablaos de Sevilla. Es lógico que un buen padre o un marido enamorado no quisieran eso para hijas o esposas, por aquello de que no corrieran peligro o salieran en las cajas de los cerillos.
Deberían saber que también ponían problemas con los varones. O sea, que no era solo cosa del machismo. Y que si había puristas que no estaban a gusto en los cafés si entraban mujeres, no era por machismo sino porque les pedían fandanguillos, rumbitas o milongas a los cantaores, algo que no ocurría en las fiestas privadas, donde estaba mal visto decirles a los intérpretes lo que tenían que cantar. Curro Montoya ya escribió sobre esto en 1948, en Pueblo. Por este mismo motivo, en las primeras peñas flamencas no admitían a mujeres. Yo mismo vi cómo una noche una aficionada le pidió a Antonio Mairena en una peña que cantara unos fandanguillos. La cara que puso el maestro, llegando a pedirle al presidente de la peña, con la mirada, que la sacara del local.
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