La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
El mes de octubre finaliza dando paso al culto a los muertos, con visitas a los cementerios. Románticos e higienistas lograron crear mitos y lugares que ahora parecen superados por el crecimiento de la población. En Sevilla lo situaron al norte, bastante lejos pensaron, tras el Hospital de la Sangre y la leprosería, donde los vientos dominantes del suroeste llevaran lejos las enfermedades y los recuerdos. Allí encontrarán tumbas y panteones cuidados y otros en el abandono, por el olvido o desaparición de los familiares, como crónica de lo que somos y lo que fuimos. Y allí podrán recordar a un mito universal sevillano, Don Juan Tenorio, que queda redimido de su condenación por el amor de Doña Inés, como lo fue Fausto por el amor de Margarita. Ni Zorrilla ni Goethe se atrevieron a la condenación eterna de sus protagonistas. Quizás ahí resida su vigencia como mito romántico, querían una segunda oportunidad, vencer a la muerte con vida. Como los antiguos egipcios o como lo celebran en México y en especial en la luminosa y bella Guanajuato, en que la familia se reúne a pasar la noche al lado de la tumba del ser querido con las comidas y dulces que prefería, por si acaso vuelve, que encuentre lo que más le gustaba.
He recordado esta forma de honrar a los muertos con celebraciones de vida, con los platos y dulces preferidos, queriendo homenajear la memoria de un amigo desaparecido en este mes de octubre, el cocinero José María Egaña. Por esas casualidades de la vida, su desaparición casi coincide con la conmemoración mundial dedicada a los cocineros para expresar el respeto a esos profesionales que han dedicado su vida a la excelencia culinaria. José Mari fue un gran cocinero y una extraordinaria persona, generosa al límite, que junto a su esposa Mercedes Martínez llevaron a lo más alto al restaurante Oriza de Sevilla, que siempre recordaremos como un lugar irrepetible de placer, disfrute y amistad. Una cocina de fundamentos clásicos que José María cimentó en la tradición familiar y en su formación en el Zalacaín madrileño, número uno de los restaurantes españoles, que se apreciaba en la solidez del recetario y en especial en la temporada de otoño que le permitía llevar a la mesa ricas setas y castañas junto a las piezas más suculentas de caza, con platos inolvidables como el civet de liebre o la becada, y mostraban el encuentro entre una de las mejores cocinas españolas, la vasca, y los productos andaluces.
Quiero recordar en estos días los vínculos de la familia de José Mari y Merche, nacida en Ciudad de México, con la gran tradición de vascos en aquel extraordinario país americano. Emigrantes que fueron harineros, famosos panaderos y pasteleros y finalmente, cultivadores de cebada y cerveceros. De aquellos activos vascos y navarros, nos queda una de las cervezas más valoradas del mundo: Corona. Bebamos una rica cerveza mexicana celebrando la vida, en recuerdo de unos vascos que, con su comida, nos hicieron felices a tantos sevillanos.
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