La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
La de los Machado es, sin duda, la saga intelectual más importante de Sevilla. No sólo por la línea paterna que va de Manuel Machado Núñez a sus nietos Manuel y Antonio, sino también por la materna, pasando del filósofo y político José Álvarez Guerra y Agustín Durán, máximo complilador de nuestro romancero a Cipriana Álvarez Durán, culta esposa del cabeza. Sólo faltó que María Machado, eterno amor de Giner de los Ríos, se hubiera casado con éste emparentándola así con la Institución Libre de Enseñanza y los García Lorca a través de Fernando de los Ríos. Pero eso no ha sido percibido así por los sevillanos. No lo fue antes, ni tampoco ahora.
Con ser tanta su importancia, a la familia le sucedió lo que a los Bécquer, que tuvieron que conformarse con repartirse entre todos el rótulo de la corta calle que va de la Basílica de la Macarena a la calle Feria en vez de gozar, por ejemplo, de un grupo escultórico como ése con el que Jaime Gil Arévalo -con escala bien dimensionada- exalta a la gente del toro en el lugar donde La Pañoleta tenía su célebre coso. Es verdad que, salvo el nieto Manuel, fueron todos un poco radicales ("con gotas de sangre jacobina", se autodefinió Antonio), pero por eso no se les puede condenar a la muerte por ostracismo que padecen. Manuel Machado Núñez es el único rector de la Universidad de Sevilla que no tiene retrato en los muros de la antigua Fábrica de Tabacos, su nieto colombroño, a pesar de que la derecha lo adoptara y resaltara más su conformismo que los quilates de su poesía, anda bastante perdido y de Álvarez Guerra y de Durán, el del enciclopédico romancero, ni noticia.
Pero si tenemos en cuenta las repercusiones que, andando el tiempo, la visión y la obra de una persona puede tener en rasgos identitarios colectivos e incluso en la economía de un territorio, el Machado más muerto es el que, paradójicamente, dedicó su vida a revivificar la cultura tradicional de Andalucía: Antonio Machado Álvarez, Demófilo, que, hace 150 años, se empeñó sobre todo en poner en valor un cante formado por estrofas poéticas sueltas, llegadas a su tiempo por caminos que el azar abría en la débil memoria de gentes iletradas pero en las que, según él y los integrantes de la sociedad El Folk-lore Andaluz, estaba la verdadera Historia del Mundo. De Los cantes flamencos, los dos volúmenes donde recogió aquella arqueología literaria que un siglo después se convertiría en el mayor y más activo embajador de España en los cinco continentes, no hubo entonces una segunda edición y de su autor, que murió un gélido día de febrero de 1893, apenas si quedó otra memoria que la del certificado de su enterramiento en una sepultura de 2ª clase, nº 32, grupo 41 izquierda, 4ª cuartelada del cementerio de San Fernando, en los breves recuerdos periodísticos de algunos amigos y en los breves versos de su hijo: "Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea/ sus libros y medita. Se levanta, va hacia la puerta del jardín, pasea./ A veces habla solo, a veces canta..."
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