Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Según la Universidad de Columbia, la pérdida de un ser querido puede acelerar nuestro envejecimiento biológico. Esto no deja de ser una obviedad, porque “el pálido rebaño” de las enfermedades del que hablaba Quevedo es, razonablemente, una mezcla de azares biográficos y servidumbres genéticas. Y dentro de estos azares, está el de perder a quien amamos, con el generoso colofón de amargura que ello proporciona. No dicen nada, sin embargo, los galenos de la universidad norteamericana, sobre otra forma de acortar la vida aparejada a esta depauperación del cuerpo. Me refiero a ese modo de morir a plazos que nos trae la muerte de quienes quisimos.
De algún modo, uno muere con quienes se murieron. Esto es una evidencia vital sobre la que no hace falta extenderse mucho. Quienes tenemos cierta edad hemos experimentado ya varias veces esta extraña minoración de uno mismo. Por otra parte, es esa parcelación de la vida la que explica aquel verso de Quevedo –otra vez Quevedo– referido a los libros y a la ínsula imaginaria creada por Gutenberg: “vivo en conversación con los difuntos”. Uno va por la calle, pues, en animada discusión con algún muerto amigo. Lo cual es otra forma de decir que uno nunca está solo. Por lo mismo que se restringe nuestra vida juvenil, se adquiere el compromiso inesperado de vivir por quienes ya no viven. No tiene nada de extraño, en fin, que nuestra vida se acorte por los padecimientos sentimentales. Desde hace cinco siglos, la historia y el carácter del individuo se quieren explicar por los condicionantes externos; y no hay exterioridad más íntima que nuestras desgracias. Sí resulta misteriosa, en cualquier caso, esa ultravida, cada vez más extensa, que compone el monto de nuestros días. Hasta el punto de que un ser humano es, en notable proporción, un cúmulo de fantasmagorías y una imprecisa gavilla de recuerdos.
Según la Universidad de Columbia, repito, esta aflicción por la pérdida de familiares cercanos es responsable de que nuestro envejecimiento se apresure y de que nuestra existencia se acorte. Sin embargo, vivir es también ir ocupando esas parcelas, ciertamente espectrales, donde nuestra vida –una vida calderoniana, si así se prefiere– se prolonga y se extiende en compañía de otras sombras. No sabemos, por otro lado, si estos achaques que hoy nos visitan son un heraldo temprano de nuestra ancianidad o un efecto demorado de viejos padecimientos. Sí podemos conjeturar, verosímilmente, que cuando llegue la muerte no nos será del todo extraña.
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