La mística única de los héroes y heroínas

Sueños esféricos

Necesitamos ponerles caras empáticas a los partidos políticos, a las películas y también a los Juegos para disfrutarlos en toda su plenitud

Simone Biles, en la barra de equilibrio durante la final del concurso completo.
Simone Biles, en la barra de equilibrio durante la final del concurso completo. / Europa Press

02 de agosto 2024 - 14:24

Necesitamos ponerle cara a todo. Va en nuestra condición humana. Un partido político puede tener un programa lúcido, perfecto para lo que demanda el pueblo en ese momento, que si no tiene un líder carismático ("soy lo contrario al carisma", llegó a decir Gaspar Llamazares cuando encabezaba Izquierda Unida, y así le fue), ese ideario quedará reducido a anécdota. Con el cine pasa lo mismo: ¿cuántas veces nos hemos animado a ver una película porque su protagonista nos envía ondas placenteras?

En los Juegos Olímpicos, esa tendencia se manifiesta en toda su plenitud. Poco antes de Moscú 1980, recuerdo que fui a casa de mi tía Mari a que me cortara el pelo y me regaló un curioso libro sobre el inminente evento deportivo, editado por Nutrexpa, que daban al comprar Cola-Cao. En la portada figuraba el osito Misha, mascota de aquellos Juegos. Devoré sus fotos y las glosas de las gestas de la primera página a la última. Los atletas Paavo Nurmi, Emil Zátopek, Alberto Juantorena. El bigotudo nadador Mark Spitz. Y por supuesto Nadia Comaneci, la estrella de Montreal 76.

La gimnasta rumana me había enganchado al deporte con su célebre 10 en las barras asimétricas. Es mi primer recuerdo de un gran momento deportivo a través de la tele y esa pulsión aún la mantengo. En Twitter le declaré esa admiración incondicional escribiéndole en un post que colgó. Y me contestó. Por supuesto, es lo mejor que me ha pasado en esa hedionda red. Fue como encontrar un diamante en el cieno.

La memoria de los Juegos la vertebran sus héroes. Los Juegos de Montreal 76 fueron los de Comaneci, los de Los Ángeles 84 fueron los de Carl Lewis y los de Pekín 2008 fueron los de Michael Phelps y sus ocho oros pescados en la piscina. Por eso, el actual presidente del COI, Thomas Bach, se presentó para colgarle a Simone Biles la sexta presea dorada de su palmarés. La menuda gimnasta americana es de esas deportistas que arrancan el comentario de admiración hasta del parroquiano que ve su ejercicio con aire despreocupado desde la barra fija de una bodega. Trascienden e inmortalizan. Samaranch lo vio clarísimo y construyó la tangible mercadotecnia de los Juegos modernos en torno algo muy intangible: la mística. La mística del gran campeón.

Ellos son lo más parecido a aquellos héroes clásicos. Le ponen cara a nuestra sed de leyendas. Alimento para nuestros sueños. Bach respiró muy hondo cuando Biles clavó su última diagonal sobre el suelo y sabía que había derrotado a la brasileña Rebeca Andrade, otra deportista colosal. También celebró que la nadadora estadounidense Katie Ledecky se colgara su decimotercera medalla olímpica.

La gimnasia, la natación y el atletismo son los tres pilares fundamentales que sustentan la bóveda olímpica. Por eso muchas miradas van a converger ahora en el pertiguista sueco Duplantis y en esa emergente bala que atiende por Noah Lyles y que se atreve a seguir la zancada inmensa de Usain Bolt. Otro de los que esparcieron al aire de Pekín y Londres el polvo dorado y único de la mística. 

P.D.: Un chaval de Murcia, carisma cosido a una raqueta, también hace sonreír a Thomas Bach. 

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