María José Andrade Alonso

“Miabueladulzura”

05 de septiembre 2024 - 03:07

Quien me conoce sabe que soy bastante desinhibida para mis cosas. Suelo abrir mi corazón y mostrarme tal como soy. Lejos de pensar que mis experiencias puedan ayudar a alguien, sí es cierto que he tenido vivencias que pocas personas las han podido experimentar.

Una de estas experiencias vitales fue la que viví en mi infancia con las Hermanas de la Cruz… Esas que recorren en silencio las calles de Sevilla haciéndose invisibles, pero regalando lo más preciado que tienen: la entrega a los demás.

Yo no estuve en ningún internado de Santa Ángela, pero soy hija de María Alonso Domínguez y nieta de “miabueladulzura”... Sí, escrito así y todo junto. Cuando yo era pequeña les decía a mis amigos que mi abuela era monja. “¿Monja?, pero ¿cómo va a ser tu abuela monja, si ellas están casadas con Dios?”.

Pues sí, mi abuela era la hermana, Dulce Nombre de María. Ella era mi abuela. Mi abuela querida, mi abuela del alma… Mi abuela.

La abuela a la que le decía que la quería más que a nadie, la que me hacía regalos, la que me contaba cuentos, la que me acunaba. La que me sentaba en sus rodillas y me daba a besar la cruz que llevaba sobre sus hombros, su alma y su cuello; la que me decía que fuera buena y la que tenía paciencia cuando corría entre esos hábitos que olían a jabón, a inocencia y a azúcar.

Ella era mi abuela. Nunca me planteé que fuera ¿extraño? porque yo lo vi siempre con los ojos de la niñez y de la ingenuidad.

Mi madre, con apenas cuatro años, se quedó huérfana porque a su madre la fusilaron en Nerva los primeros días de la Guerra Civil. Una niña pequeña que vivió su niñez y adolescencia en el internado de Umbrete.

Desde que tengo recuerdos, visitábamos a mi abuela dos veces al año; por eso mi mente y mis juegos se trasladan al patio de la Casa Madre en Sevilla. Un patio lleno de hermanas sonrientes, velos blancos, pilistras y jazmines, manos entrelazadas, susurros al oído, risas y más risas, y gritos de los “nietos” que íbamos a pasar una tarde a un lugar lleno de dulzura.

No había Navidad que no fuéramos a comer con “miabueladulzura” los platos llenos de cariño que preparaban las hermanas para la familia de Sevilla... Y así, entre primaveras y navidades, los años iban pasando.

Mi madre tuvo la mejor madre del mundo porque no tuvo a otra y fue dichosa en el orfanato en el que pasó una infancia en la que la amargura por no conocer a su progenitora se entrelazó con los juegos en una época de hambre, dolor y ausencia. Esa era mi madre y ella era mi abuela: dos grandes mujeres que me dieron una gran lección de vida y en la que el amor logró superar la pena por el vacío y la muerte.

Hay más recuerdos... muchos más y casi todos guardados en un patio encalado de Sevilla, lleno del calor de las Hermanas de la Cruz, de las voces de los “nietos” y de un tiempo en el que fuimos felices.

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