Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Si estuviese muy melancólico por el final del verano, tendría que sufrirlo en silencio. Mi mujer considera que no tengo derecho porque he tenido el triple de vacaciones que ella. Si me atreviese a discutírselo, le diría que me lo puedo permitir, ya que no hablé mal del verano ni de los veraneantes una sola vez. Lo que no vale es ese conocido que me había rajado de los atascos y los turistas cada vez que me encontró, y que el 31 de agosto ya me confesó que estaba melancólico porque se estaban yendo y sentía la tristeza de la luz menguante… Qué tío.
Mi derecho a la melancolía es heredado, porque, según mi abuela, en esta vida hay que elegir. Ella no podía soportar a la gente que protestaba del frío… y del calor. Ella protestaba del frío, pero, cuando hacía calor, lo disfrutaba y punto. Del calor no le importaba que alguien protestase, siempre y cuando ante el frío le dejase quejarse a ella. Esa equidad la llevo en la sangre y pierdo la paciencia con la gente que se apunta al lloriqueo por una cosa y también por la contraria. (Véase el tío de antes.)
Sin embargo, por suerte para la paz conyugal, tengo la pretensión de haber superado a mi abuela, con permiso de mi amigo Álvaro de Silva. Una vez recordaba que don Álvaro d’Ors nos instaba a mejorar a nuestros mayores mediante un “amor perfectivo”, esto es, que, queriéndolos mucho, tuviésemos el afán de aventajarlos en algunas cosas. Tendríamos así el orgullo de pertenecer a una estirpe que contribuíamos a mejorar. Silva, al oírmelo, dio un respigo de dos palmos de alto. No me contradijo, pero ya entendí yo que pedirle a él que mejorase a sus ancestros era pedirle lo excusado. Luego, cuando le pregunté por el vertiginoso respingo, me lo confirmó.
El caso es que yo, peor que mi abuela, porque sí que protestaría por todo, he encontrado un modo de aplicar el amor perfectivo. Se trata de alterarme el calendario. En verano, rememoro la soledad de invierno, y entonces me alegro muchísimo entre la turba copiosa de los alegres veraneantes. Y ahora, cuando se van, con el reloj del alma retrasado, pienso en los atascos y las colas, y disfruto un poco, lo confieso en voz baja, de la nueva paz, aunque no mucho: añorándolos ligeramente. Encima, son tan buenos los veraneantes, que los de Jerez y de Sevilla, incluso los de Córdoba, aún vendrán bastantes fines de semana, para que –como una descomprensión– no suframos el choque de repente.
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