La lluvia en Sevilla
Carmen Camacho
Multicapa
EN alguna ocasión aquí se ha defendido que la peatonalización de la calle Asunción fue uno de los elementos positivos del larguísimo y controvertido mandato del faraón Monteseirín. Los resultados están ahí. Hoy en día es una agradable plaza lineal donde conviven comerciantes, vecinos y paseantes. Todo muy al estilo de Los Remedios, con las mucamas empujando las sillas de rueda de señoras a las que la vejez no ha arruinado su altivo cardado y niños con uniformes de colegios católicos desfogando. Nada que objetar, pero el arquitecto Jaime Gastalver tuvo un proyecto para Asunción que, al menos, merece un recuerdo. Consistía en convertirla en una especie de bosque, con árboles y matorrales desordenados. De alguna manera era meter la naturaleza en plena ciudad, una vuelta de tuerca más a esa brillante idea de Juan de Aizpuru de plantar encinas en Plaza de Cuba, posteriormente mutilada por el egoísmo de algunos lugareños y la cobardía municipal. Por su parte, los Cruz y Ortiz idearon para la Facultad de Ciencias de la Educación y el Deporte un patio central convertido también en una arboleda y, aunque al final rompieron con la Universidad por disparidad de criterios, esa idea se ejecutó. El resultado es más que positivo.
El catedrático de Biología Manuel Enrique Figueroa ha defendido en más de una ocasión la idea de la biofilia. El hombre, en contacto con los árboles y las aves, experimenta bienestar, por tanto hay que intentar que los lugares donde vive sean lo más parecido a la naturaleza (limada de sus asperezas e incomodidades, por supuesto), aunque eso suponga un cierto desorden urbano. Lo defendía el otro día muy brillantemente en estas páginas la poeta y columnista Carmen Camacho, cuando reclamaba una restauración del varias veces abandonado Jardín Americano que tuviese en cuenta el desorden y la improvisación de la naturaleza.
En estos día de rebelión de los agricultores se está destacando la incomprensión del urbanita contemporáneo hacia un campo al que pretende convertir en un jardín donde poder vivir sus fantasías roussonianas. Nadie quiere ir un fin de semana al agro a oler purines o escuchar la motosierra. Los hombre de asfalto queremos un campo horaciano e idealizado en el que pasear y deleitarnos con el canto del petirrojo. Pero, claro, de eso no se come. El campo es una industria y, como tal, tiene su lado oscuro. Pero, ¿y si probamos a meter más el campo en la ciudad? Podríamos desarrollar más proyectos como los de Gastalver o Cruz y Ortiz para que nuestras calles sean bosques. Quizás así tengamos menos necesidad de escapar. Yo me veo cual Thoreau en una cabaña de 700.000 habitantes.
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