
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La agresión al paisaje de Sevilla de cada día
Sevilla ha perdido el sentido de la medida y en ello está el origen de sus muchas dificultades actuales para ser y parecer ella misma. Conviene dejarlo negro sobre blanco en estas vísperas alocadas de la Semana Santa en las que las costuras parecen a punto de romperse. Lo dejaba ayer bien claro en estas mismas páginas Carlos Colón desde el profundo conocimiento de las tradiciones y el amor a Sevilla que es marca de la casa, de la suya propia y de la de este periódico: “En la última semana han salido a la calle tantos cortejos de todo tipo y quedan tantos por salir esta semana, que parece que el próximo domingo empezará la feria, que eso a lo que llamamos Semana Santa ya terminó”. No hay que añadir al respecto una palabra más.
Pero no son las de la Semana Santa o la Feria, en otra medida y por otros motivos, las únicas que han roto, quizás para siempre, el molde en una ciudad que tenía a gala una administración exquisita de los tiempos y de los modos y que supo hacer de ese ejercicio una de las señas que le dieron una personalidad reconocida por todo el mundo.
Ahora es la ciudad entera la que se ha desmandado y la que ha dejado de ser reconocible. Es el signo de los tiempos y quizás cabría decir lo mismo de lo que ha pasado en las últimas décadas en Barcelona, en Nápoles o en Berlín. Son los efectos de un turismo masivo y desordenado y de una uniformización, a la baja, de valores consecuencia de la globalización y del imperio de las redes sociales. Hoy pasearse por nuestra Avenida de la Constitución no es muy diferente, en cuanto a paisaje comercial y urbano, de hacerlo por las Ramblas o por los alrededores de la Alexanderplatz: las mismas franquicias, las mismas masas de turistas y la misma ausencia de personal local si exceptuamos a algún camarero que no sea inmigrante.
Se podrá decir que es lo que toca y no faltarán razones para sustentarlo. Pero en el caso de Sevilla quizás se note más que en otros sitios porque aquí se ha desmontado una identidad que era un intangible, pero que era tan propia y particular como la Catedral o la Plaza de Toros.
De todo lo que componía esa identidad tan difusa como reconocible quizás tan solo hayamos conservado los restos de una sabia administración del silencio. Pero ese silencio elegante, que en otras épocas era capaz de decirlo todo lo hemos convertido en el silencio cobarde del que es incapaz de levantar la mano y de llamar a las cosas por su nombre. Sevilla no se queja, mientras es arrasada y ninguneada por los de fuera, pero también por los de dentro. La Semana Santa nos permitirá ver de nuevo hasta qué punto la fiesta, que era símbolo de todas las cosas buenas que atesoraba Sevilla, se ha convertido, desde la masificación y la pérdida de esencia, en todo lo contrario. Será de nuevo un escaparate de cómo Sevilla ha perdido al mismo tiempo el sentido de la medida y la medida del sentido.
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