La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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RELOJ DE SOL
HE visto a Maeve Brennan frente a un escaparate de Manhattan. La he visto dibujar un perfil anguloso con su delicadeza, el mentón detenido bajo el labio de quietud sugestiva, el pelo recogido y ajustado hacia atrás, las manos enlazadas delante del vestido, sosteniendo el sombrero con el lazo en la cinta. Hemos visto todos, una vez al menos, a esta chica esbelta, principesca y menuda, con el resto irlandés en la melancolía bajo los ojos y una puerilidad atractiva en los rasgos de cisne mucho más urbano que Grace Kelly. Así, uno imagina a Grace Kelly de muchas maneras, pero nunca embobada al otro lado del escaparate donde espejean los sueños de una joya. Sin embargo, si uno piensa en un cruce entre Dorothy Parker, o también una Zelda Zayre algo más cuerda -algo que hoy parece demasiado difícil, incluso a Woody Allen- y la Holly Golightly de Desayuno en Tiffany's, podríamos encontrar a Maeve Brennan.
Su llegada a España, en forma de cronista de aquel Nueva York desmesurado, deprimido aún pero dispuesto a la alegría de la frivolidad con cierta intensidad en los brillos, también tiene nombre de mujer: hace diez años, Isabel Núñez buscaba en las estanterías de Strand, en plena Gran Manzana, un libro para una amiga. Entonces se encontró, por casualidad -como suele ocurrir, siempre, en las librerías de segunda mano- con las crónicas neyorquinas de Maeve Brennan, y así surgió su libro Sinrazonesdel olvido, escrito junto a Lydia Oliva. Luego pudo poner rostro y acción a una mujer joven que ahora la miraba desde el buzón del tiempo. Olvidada por todos, Maeve Brennan había muerto en 1993. Se sabía de ella que había sido escritora en The New Yorker bajo el seudónimo de The Longwinded Lady, en la sección The Talk of the Town, entre 1953 y 1968. Ahora se reeditan estas Crónicas de Nueva York en Ediciones Alfabia, tras una lucha constante, editorial a editorial, de Isabel Núñez -autora de la traducción y la edición-, seducida por su estilo y por el personaje: esta chica irlandesa, distinguida, que se había quedado en NY para ser escritora y fumaba en boquilla, como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, tenía predilección por las gafas de sol grandes y adoraba mirarse en los escaparates. Ella escribía en los bares. Su prosa se auscultaba bajo el brindis. Si querías tomar un dry martini, ella te llevaba al mejor bar.
Finalmente, ya envejecida, arrasada por su propio relato, acabó viviendo en los lavabos de The New Yorker y después en la calle, como cualquier mendiga de sus propias crónicas. ¿Se inspiró en ella Truman Capote para su Holly Golightly? Hoy parece que sí. Habían escrito juntos en Harper's y Barzaar, y también en The New Yorker. Si analizas sus fotos, es una Audrey Hepburn algo más frágil.
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