La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Un hombre marchó, dejó la casa, dejó la ciudad”. La adolescencia es una película de Kaurismaki con sus momentos de comedia ácida que nunca percibe el protagonista. Esta canción de Mari Trini era perfecta para canturrear en la cabeza porque la tecnología de los años setenta no pasaba del transistor no recomendable en público (no hay parto sin dolor ni hortera sin transistor, nos decía la voz de la conciencia, ese gusanito del misal), sobre todo si anochecía, sobre todo si la adolescente se veía a sí misma en una saga y fuga interminable aunque no hubiera leído todavía a Torrente Ballester ni su novela de la imaginaria Castroforte del Baralla. La cantante más francesa de la España legañosa – que sin embargo empezaba despertar de la pesadilla– fue la banda sonora de una legión de púberes que transitábamos por la tragedia y la esperanza con la misma soltura. Y que estábamos a las diez en casa para la tortilla francesa y la sopa con pasta maravilla. Nada más melancólico y hermoso y dramático que ese mirar la lluvia en los cristales con Machado o leer por primera vez a Neruda y “los versos más tristes de esta noche”, nada más efímero que ese dramón que se evaporaba cuando te cruzabas en la escalera con el vecino del quinto con ojos azules y te daba las buenas tardes. No, no éramos esas (que tú te imaginas, una señorita tranquila y sencilla), como cantaba nuestra musa, no queríamos ser María Ostíz ni casarnos con Zoco ni ponernos diadema y falda por la rodilla. Queríamos el desgarro de esa Édith Piaf de Caravaca de la Cruz, nada menos que en Murcia, que traía en su voz rota todas las promesas de una nouvelle vague que solo nos llegaba a hurtadillas. Ignorábamos, mientras nos acompañaba en el rumiar cantarín, que ella había conocido a Nicholas Ray, el de Rebelde sin causa, que el cineasta incluso había sido su representante y que en Londres había tomado clases del mismísimo Peter Ustinov. Para nosotras era la excepción de esa regla que se colaba en la tele, con la honrosa complicidad de los muy modernos Gonzalo García Pelayo y Carlos Tena que hablaban “Para vosotros jóvenes”, un programa sin rombos mira qué suerte. Mari Trini como la estrella en el jardín, la cara desgarrada de otra diva, María Dolores Pradera que, esa sí, sonaba para toda la familia, con sus inseparables gemelos pero sin pareja oficial. Mujeres solas para niñas raras. Mujeres raras para las niñas solas. ¿Quién no escribió un poema huyendo de la soledad, quién a los quince años no dejó su cuerpo abrazar? La barca que naufragaba en la canción mientras en realidad estábamos izando las velas de la vida, dejando atrás el puerto de la infancia, soñando con el pirata de Espronceda, mi ley la fuerza y el viento. Canciones que no eran de verano y que nos animaban al vuelo libre, por más que, luego, Serrat y “Nena qué va a ser de ti lejos de casa”. El precio de la libertad.
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