La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
Antes de saber que Abde posaría el balón en el punto de penalti y lanzaría una panenka bochornosa, quité el volumen de la tele y me tapé los ojos. En los pocos segundos en que mis manos me mantuvieron a oscuras, todos los futuros se sucedieron en un enmarañado desfile de imágenes y pulsaciones.
Si fallaba, si la tiraba fuera, justa o a las nubes, o Remiro la paraba o despejaba, todo sería mucho más complicado de lo que de por sí estaba siendo, a dos goles de la Real, con la Europa League en juego, con un equipo medio roto y sin Guido y sin Isco y sin suerte.
Si marcaba, la secreta gravedad que se despliega en los campos de fútbol cuando el equipo local se coloca a un gol del empate o la victoria y la remontada, que inclina el campo y ensancha las gargantas, haría más posible lo posible. Muchos mundos y encuentros y desenlaces habitaron, turbios y familiares, entre mis ojos cerrados y mis manos abiertas. Segundos después miré la tele, le devolví la voz, y todo aquello quedó detrás de mí.
En las arrugas del tiempo se esconde el infinito. Cuando una persona camina por la calle y pronto doblará una esquina, o cuando desde el tren vislumbro una casa a lo lejos que en nada quedará detrás de una colina, o cuando un avión surca el cielo hasta perderse tras un bloque de viviendas, me quedo mirándolos, pensando en esos segundos que compartimos, en los instantes eternos, hasta que desaparecen para no volver. Y el aire que ocupaban se queda cargado de algo a lo que no sé ponerle nombre, tal vez fantasma o tal vez recuerdo, pero que se asemeja a lo que ocurre cuando miramos fijamente un objeto oscuro con fondo claro y retiramos la vista, o a lo que ocurre cuando posamos las manos abiertas sobre los ojos cerrados. La presencia de esa ausencia flota frente a nosotros, dentro de nosotros. Seguirán meciéndose en la esquina de San Jacinto y Pagés del Corro las ramas cargadas de memoria de un árbol insólito.
Borges comenzó El Aleph con estas frases: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”. El universo se está apartando de todo lo que usted es y de todo lo que le importa. Pero Borges sigue: “Cambiará el universo pero yo no”. Usted es una máquina del tiempo y una máquina del espacio, preparada para salvarlo a su voluntad.
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