Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
En Sevilla faltan paragüeros y percheros. No hay costumbre porque somos tierra ayuna de largos períodos de lluvia. Cuando las nubes descargan se colapsa la red de alcantarillado, nos volvemos tontucios en el caminar, nos alborotamos, las avenidas se atascan de coches con las lunas empañadas y nos colocamos en situación de tsunami. La lluvia nos confunde hasta el punto de ser un tanto noveleros y comportarnos como en una continua alerta roja. Debe ser cosa de la sociedad de los excesos. La hiperprotección que todo lo embadurna provoca en ocasiones una reacción desmesurada. Pareciera que cae ácido del cielo. Y que toda suspensión está justificada por el mero hecho de estar lloviendo. Entre tragedias como las de hace un año, en la que sí fallaron las alarmas, y el sentido de la comodidad que se ha instalado en todo, nos volvemos tarumbas y desmedidos con la lluvia. Cosa curiosa es que aparece una figura poco comentada porque, insistimos, son escasos los días de precipitaciones intensas en Sevilla. Surge el mangante de paraguas, el gorrón avispado que aprovecha la bulla del bar para llevarse el que no es suyo. O simplemente para trincar uno porque ni siquiera salió de casa pertrechado. Hay que activar la guardia cuando se deja el paraguas en ese cubo de helados Camy que el tabernero ha dispuesto para que se dejen los paraguas mojados. ¿Quién controla que cada cuál recoja el suyo y no se lleve el ajeno? No hay paragüeros en condiciones, no hay un sistema como el guardarropa con la ficha.
La gente de buena fe suelta el paraguas en el zaguán del bar, en la papelera alta o en una esquinita donde se van colocando hasta que aquello se derrumba sobre los cartones mojados. El mangante de paraguas solo necesita que usted se distraiga un minuto en el desayuno mientras sus acompañantes discuten con el camarero cómo efectuar el pago. “A mí me cobra la media con aguacate y la leche manchada”. “¿Cuánto es el café cortado? Solo he tomado eso, me los cobras con tarjeta, porfi”. “Lo mío, lo de siempre: la entera con jamón y el café con leche”. Y justo en ese instante, el gorrón se marcha del bar calle abajo con un pedazo de paraguas que ha trincado en un plisplás. Nada como los paragüeros de toda la vida de los clubes y casinos, bien organizados, vigilados gracias a esos grandes espejos y que incluyen la opción de dejar el sombrero. Y esos guardarropas con percheros, a los que uno acude sin la ficha y le da la descripción del abrigo al conserje: “Si no lo encuentra, me da el que usted vea que es mejor que el mío”. Cuidado con los días de lluvia, se activan los mangantes de paraguas en la ciudad barroca que, como tal, pasa del secano al trueno en menos que se monta una magna.
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