Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
El nombre se lo debemos a Eva Díaz Pérez (bienvenida, querida y admirada compañera) y a su entusiasmo con las mujeres de la saga Machado. Tanto nos contaba de ellas que otra periodista, Lola Cintado, las llamó así, Las Machadas, que lo encajan divinamente para hablar de esas grandes mujeres que fueron la abuela Cipriana, sobre todo pero también la bisabuela o la madre, Ana, que apenas sobrevivió días a su hijo Antonio. Las Machadas como antítesis de esa expresión que solemos usar para definir las bravuconadas, los “aguántame el cubata” con el que se castigan (sic) algunos hombres cuando quieren hacerse el machito. Gracias a Fernando Dicenta unos becarios de Radio Madrid a finales de los años setenta conocimos a esa lengua viperina que fue Luis de Bonafoux, apodado, háganse una idea, la Víbora de Asnieres y célebre por sus crónicas parlamentarias llenas de ingenio y sin piedad alguna. Al calor de la derrota en Cuba y ante las inflamadas intervenciones de sus señorías, Bonafoux reprochaba, en un artículo, la tradicional alusión al tamaño de los genitales en algunas soflamas guerreras patrias mientras que ya podrían ser minúsculos los testículos de los marinos yanquis humillados a la, alguna vez , invencible armada española. Recuerdo leer esa tribuna muerta de la risa y de asombro: acabábamos de salir de la dictadura y el desparpajo aún se cobraba carreras y haciendas (limitadas a sueldos escuálidos en el caso de nuestro oficio). Las machadas han ido mutando, afortunadamente ya tienen peor fama los abusos de testosterona en público, a pesar de algunos malos ejemplos que tienen nostalgia del pasado porque quiero creer que lo son. Ahora se estilan maneras menos obvias en su vulgaridad: lo que llaman mansplaining y que yo –que me lío con los neologismos sajones– confundo con manspreading, que tampoco es tan raro, digo en mi descargo. El primero es la lección inevitable que un hombre te da sobre algo que tú ya sabes –siendo ese tú una señora– y el segundo es el despatarramiento de algunos varones al ocupar un asiento público, preferentemente metro o autobús. Tampoco son tan diferentes los comportamientos: unos te hurtan lugar en tu espacio y los otros… también. Aunque sea en sentido metafórico y de auctoritas. En la inauguración de la maravillosa expo que podemos ver en Artillería hubo varios próceres que se agolparon por interés legítimo ante esa saga brillante y sevillana o por ser retratados con el Rey, tal vez. Alguno de ellos pontificó sobre Antonio y Manuel –se ve que pasaron por alto al resto de la saga– sin que se le conozcan méritos ni académicos ni autodidactas, incluso echando mano de palabras de otros, que “casualmente” en este caso es una mujer. Dando lecciones. Espatarrándose, o sea: con lo incómodo que debe ser exponer la genitalia aunque tenga el tamaño de la catedral de Burgos, como hubiera dicho Bonafoux.
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