¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
por montera
ALGUNAS palabras esconden entre sus letras más de lo que se pueda sospechar al principio. Es lo que le ocurre, por ejemplo, al término desahucio. ¿Caben en tan sólo nueve letras la rabia, el miedo y el llanto que supone para una persona ser desahuciada? Hace un par de días hemos podido comprobar que no.
José Miguel tenía 53 años y era un quiosquero del barrio de La Chana de Granada. ¿Cuántas veces leyó él noticias que quitan la alegría y dan ganas de cerrar el periódico? Imagino a José Miguel llenando los tiempos muertos, entre cliente y cliente, alcanzando algún diario y leyendo la sección de economía con sus negros augurios, o la crónica de sucesos y su procesión de tragedias. ¿Sabía él, vendedor de historias, que acabaría siendo el protagonista de una de ellas?
Este hombre estaba hipotecado para pagar su casa y la papelería donde vendía prensa desde hacía décadas. Las cosas no le iban bien, no tenía ingresos suficientes; 240.000 euros pesaban sobre él y se le desplomaron encima. José Miguel no aguantó más y el jueves se quitó la vida minutos antes de que lo desahuciaran. El cuerpo lo encontró su hermano. Un instante después, llegaron las fuerzas de seguridad. Venían a desahuciarlo. Pero la Policía llegó tarde: la muerte había impuesto su ley sobre la orden judicial. En cuanto se supo, los vecinos que tanto conocían y querían a José Miguel, comenzaron a acercarse a la puerta de su papelería para prender velas en su recuerdo. Y al enterarme de eso, fíjese, he sentido el mandato de escribir esta columna.
La luz. La luz y los desahucios. Una persona a la que van a echar de su casa es alguien a quien, como a José Miguel, se le van apagando todas las luces. La de la esperanza la primera. Y luego, no encender por no gastar. Llega la penumbra. No poner la calefacción porque no se tiene para pagarla. Y las tinieblas frías toman el hogar, que ya no se siente propio. Hasta las fotos queridas han de sentirse como amenazas. Y parece entonces que la vida se hunde en la oscuridad como un animal malherido en una ciénaga. La única luz que se ve al final del túnel del desahucio son las de los coches de la policía que viene a ejecutar una orden judicial.
Según la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, en España se ejecutan más de ciento cincuenta desahucios al día. Y la inmensa mayoría de estas familias tienen niños. Estremece imaginar a una familia con niños deambulando por la calle sin tener dónde ir. Recuerdo cómo Montserrat Caballé me contaba que en la Plaza de España de Barcelona ella durmió junto a su familia, en la indigencia. Y la cantante, con su natural dulzura, lo relata con el entusiasmo de un niño que habla de una aventura. Ella recuerda el cielo al amanecer como un regalo, y los pájaros trinando y enseñándole a cantar. Es una historia hermosa porque sabemos que acabó bien.
Pero casi ninguna historia de desahucios acaba bien. Y el cielo bajo el que se quedan las personas expulsadas de un hogar que no pueden pagar… ese cielo no es protector, es tenebroso. Así de negro vio el futuro José Miguel. Qué vergüenza.
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