¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El ensayo general de la Magna
Pasear con Lola Robador por los recovecos del casco antiguo es como hacerlo con un entomólogo por las selvas de Borneo. Se para ante el mínimo detalle para mostrarte un desconchón provocado por la mala calidad de una pintura sintética, o un zócalo cateto de gres que desfigura una construcción del XIX, o el resto de un azulejo que apenas asoma por una grieta, o el resultado fatal que ha tenido un tratamiento de resina sobre un esgrafiado del XVIII, o la tristeza de una plaza enlosada de granito color mausoleo... Pero Lola Robador –burgalesa y burgense reconvertida en la Germaine de Staël del patrimonio sevillano– también tiene capacidad para el asombro en la ciudad que ha elegido como propia. Te muestra con orgullo de madre –como si lo hubiese hecho ella– un pavimento de espina de pez, con sus ladrillos a dos tonos puestos en sardinel; se extasia en un callejón cubierto por glicinas o con un zaguán que da a un pequeño patio de columnas de hierro fundido. Sobre todo, es un espectáculo ver a Lola Robador pararse ante los muros de San Bartolomé y acariciar sus paramentos como el que pasa la mano por los lomos de un perro. Desliza las yemas de sus dedos por cada uno de los tonos que afloran en las desgastadas paredes y te dice: “mira, el color del tiempo”. Porque si por algo ha luchado Lola Robador es porque Sevilla recupere su luz histórica, sus viejos colores, aquellos que la convirtieron en una de las ciudades más hermosas del mundo Atlántico: el almagre, la calamocha, la cal de Morón o el celeste una vez que se impuso con el dogma de la Inmaculada... Sevilla, pensamos, tenía el colorido de una ciudad barroca brasileña y sus muros estaban tatuados como cachas de rapera.
Catedrática de Arquitectura y restauradora que ha intervenido en algunos de los proyectos más importantes de la ciudad en los últimos tiempos, Lola Robador es también una agitadora cultural capaz de montar y dirigir unas jornadas como las que se están desarrollando estos días en la Real Academia de Buenas Letras, El color del tiempo, que ha congregado en Sevilla a gentes como Ignacio Peyró, Ignacio Camacho, el gran jardinero Fernando Caruncho, Víctor Fernández Salinas, Ricardo Piñero y Enrique García-Máiquez. Si todavía no se han pasado por la Casa de los Pinelo, aún están a tiempo de ir hoy, a las 19:00. Merece la pena, aunque solo sea por oír hablar de la ciudad con un conocimiento y un respeto que hace tiempo se ha perdido.
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