¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
En la peluquería donde me cortan tan cortito el flequi suena música navideña, con perdón de la generalización. Dentro del género cabrían desde Jingle bell rock al Adeste fideles, pasando por Raphael, la Niña Pastori y Mariah Carey, un engrudo aderezado con cascabeles que remiten, supongo, a los renos. (Por un instante, dudo: ¿los renos existen o pertenecen al bestiario que conforman los sirénidos, los unicornios y los gamusinos?). En el ¡Hola!, Ana Obregón nos recibe en su casa junto a su hijanieta, “la estrella de su navidad”. Desde el lavacabezas, descubro en el techo la decoración navideña del local, una suerte de farolillos chinos con motivos dorados, originales pero pelín subiditos de orientalidad. En la gran China entran en 2025 el 29 de enero; no estaría mal dejarlos colgados hasta entonces. Una bandeja de bombones descansa sobre los folletos de la nutricionista: “Pierda peso de forma controlada y sana”, leo, mientras olisqueo uno de esos proyectiles calóricos. Una clienta se lamenta de estar gastándose en estos días lo más grande, pero quiere dar lo mejor a los suyos. Ahora es cuando me pregunto: ¿Por qué me aturden estas fiestas y sin embargo disfruto de la Semana Santa, si en ambos casos se conmemora a la misma figura –en su natividad y muerte, respectivamente– y servidora es igual de réproba en cualquier caso?
Siendo el mismo su referente, la manifestación social y cultural de lo uno y lo otro, aquí y ahora, no puede estar más alejada. Aquí es donde entra la idea que da título a este artículo: en Navidad, “lo nuestro” –ese término que tanto atropello, manoseo y reducción al absurdo vive a todas horas–, entendido como lo que nos es propio y con suerte íntimo, inasible y verdadero, es un ingrediente más de la gran garrapiñada. Para que sea así, ha de falsificarse y convertirse en un remedo excluyente de lo que era vivo, común y cierto. Aguilandos, villancicos, reuniones de vecinos, dulces matanceros…, usanzas propias de una intimidad compartida, se postulan como una parte monetizable más del gran espectáculo de variedades. Algo así no le pasa, o no por ahora, a la Semana Santa de Sevilla. La evolución de la misma –sería de locos pretender una Semana Santa químicamente pura– no está exenta de delirios y franquiciados pero, al menos de momento, Font de Anta no tiene que competir con Frank Sinatra, ni las torrijas con los ferreros, ni palios con norias, ni nos enfrentamos a cruentos debates acerca de si estamos celebrando el equinoccio o el misterio. Ambas fechas constituyen manifestaciones sociales y culturales en donde, lo que reconocemos como propio, en un caso es un sucedáneo en un totum revolutum sin parangón y, en el otro, una expresión popular propia que, por mucho que se intente, no se puede atrapar, ni convenir en un congreso, ni venderse en los fitures como churros. O no del todo. Menos mal.
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