Viva Franco (Battiato)
Javier González-Cotta
Bautismos en el Guadalquivir
La aldaba
Hay que admitirlo. Muchas calles se nos han quedado pequeñas con tanto trasiego. Largamos mucho de que nos faltan barrenderos, contenedores y papeleras, taxistas, bares de toda la vida... Pero también nos falta espacio. La familia ha aumentado: somos los vecinos, los paseantes y más de tres millones y medio de turistas. ¿Han leído ustedes en este periódico que el número de viajeros se ha disparado solamente en la estación de Santa Justa? El centro ha encogido en muchos puntos y a muchas horas todo los días del año. ¡No cabemos! Y además el sevillano se vuelve torpe por la vía exprés en cuanto caen cuatro gotas. Parece que no sabemos ya movernos ni a pie ni en coche. Pareciera que nos afecta una suerte de conmoción transitoria que nos impide discurrir. Toda la pericia que tenemos en las bullas (o que tradicionalmente teníamos) la perdemos en cuanto llueve. Un cielo de tonalidad panza de burra nos pone en guardia y cuando empiezan las precipitaciones nos bloqueamos, cuando no desarrollamos un punto vehemente propio del que se desorienta. Nunca cae ninguna sustancia química erosiva, solo agua, pero nos comportamos como si fuera alguna suerte de ácido.
La lluvia es incómoda en todas las ciudades, pero a nosotros se nos nota que nos perjudica seriamente. Toda calle estrecha se vuelve angosta, toda glorieta parece un tramo del París-Dakar, la salida de los colegios es un tsumani y, además, por una extraña regla nunca caben dos paraguas abiertos en una acera donde en condiciones de buen tiempo sí pueden pasar dos viandantes. Ocurre porque el señor más bajito lo levanta, el más alto no lo baja y se produce el choque que puede ir rematado de algún gruñido o mirada aviesa. La convivencia en momentos de lluvia, sin que tenga que ser necesariamente copiosa, es un reto para muchos sevillanos que se duelen en cuando empalmamos tres días grises. ¡Una tragedia! Condicionamos todo a que no llueva, no sabemos manejarnos con destreza en estos días que son una bendición porque se llenan los pantanos. Rogamos por la lluvia, pero que San Pedro no se pase. Somos como nuestro dilecto Iván Bohórquez cuando a la hora de almorzar tiene claro que el agua... "es para los pescaos". Estos días somos gatunos, salvo que podamos oír la música de la lluvia o verla cómodamente desde la ventana. Hay gente que chilla con el inicio de la lluvia, se alborota, rompe en desbandada como ciertos cuerpos de nazarenos al entrar en la Catedral, se ponen de los nervios. Tenemos poca cultura de la lluvia, que diría un politólogo de los que frecuentan las tertulias. Nos gusta quejarnos del calor, contarle nuestro sufrimiento al amigo de otra ciudad, exagerar, estirar los relatos y narrar con hiperbóles esos días mareantes con solo recordarlos, porque en el fondo reconocemos que son los nuestros. Muy bien, todo es admisible en nuestro carácter singular, pero volvernos tan torpes con la lluvia nos retrata.
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