La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia que conduce a la primavera morena en Sevilla
La aldaba
Son las ocho de la tarde. Llueve, llueve mucho. Hay todos los taxis libres del mundo en la parada de la calle Alemanes. La Catedral empapada es una deliciosa torrija de una cuaresma adelantada a la que dan ganas de darle un imposible bocado, hincarse un pináculo, devorar una gárgola, disfrutar de una deliciosa mordida sin mancha. Sevilla bajo una manta de agua vuelve a ser la ciudad de minorías de nuestros padres. Luces tenues, escasa vida en los restaurantes como corresponde al inicio de una cuesta de enero y gente que chilla porque le ha sorprendido el agua caída bruscamente de un toldo que ya no soporta más carga. El telediario da cuenta de la toma de posesión de Donald Trump, la segunda, la que lleva aparejada a Elon Musk, la de las astracanadas del tipo que no se abrocha el abrigo y que dice que quiere comprar Groenlandia, anexionarse el Canal de Panamá o el propio Canadá. ¿Dónde estábamos cuando Trump fue presidente? En una Sevilla de adoquines borrachos con el leve calor de las estufas de unas terrazas que a duras penas captan clientes. Sevilla bajo la lluvia es de interior, de gárgolas que escupen los gatos del vientre que tantos llevan en su interior sin saberlo, de penas liberadas por un instante, de intimidades reveladas porque nada une más que quienes se ven sorprendidos en un aguacero. Trump toma posesión, el mundo cambia de escenario, la cámara del dron nos muestra una Gaza devastada. Dice el telediario que noventa rehenes en manos de Israel vuelven a sus casas. ¿A qué casas? No quedan más que cimientos inútiles, esqueletos inservibles, cochambre grisácea de hierros humeantes por efecto de los bombardeos de un Ejército de Israel lanzado hacia el exterminio de los objetivos. Los palestinos han pagado cara la salvajada de Hamás aquel 7 de octubre. Terroristas, nunca se nos olvide.
Mientras, llueve y llueve en la ciudad del bienestar, de la mole gótica que todo lo soporta, de los presupuestos recién aprobados, de las calles de husillos atascados, del aire limpio por efecto de las precipitaciones que Juan Pablo II siempre saludaba en Roma como una bendición. Llueve y hay menos ‘brasas’ en la calle, las noches de invierno paradójicamente son menos tristes porque el agua es una alegría tal es la intensidad del presidente de la Junta al alertar en cada consejo de gobierno de la importancia de gozar de unos pantanos llenos. Las campanas suenan para la Sevilla de intramuros. Los barrios son un rosario de luces que siempre acaban en el ‘padrenuestro’ de la paz del hogar. O eso queremos imaginar. La ciudad con lluvia es mejor. Porque de estas aguas será el mejor verano, la primavera morena que habrá de brotar y la cosecha de la que nacerá el fruto de un estío en calma. Tiene que llover, tiene que llover. Cuando llueve tanto recordamos lo pequeño que somos, el enorme poder de la naturaleza, la vulnerabilidad de los vecinos temerosos. Y la Catedral es el único edificio importante de una ciudad que por momentos parece reinar otra vez en perímetro marcado por los antiguos muros.
También te puede interesar