Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Junts por Jaén, Junts por La Línea y el PP
No sé si les pasó alguna vez esto en el colegio, cuando eran pequeños. Un niño de la clase, propietario de la pelota con la que se estaba jugando al fútbol en el recreo, se enfadaba porque no le pitaban una falta (real o, más probablemente, ficticia o al menos discutible) a su favor, o no le dejaban en su equipo tirar un penalti (sin duda porque era un paquete tuercebotas y el balón podía llegar a la esquina en vez de a la portería) y la criaturita, como reacción, amenazaba con llevarse la pelota, que para eso era suya, y dejar a todos sin partido.
Me he acordado de esa situación leyendo que el Gobierno o su Grupo, ante el riesgo de que la votación de no sé si un proyecto o una proposición de ley no obtuviera el resultado que él quería, ha decidido que no se vote sobre la materia. Que para eso la pelota es suya. Las lecturas posibles, por supuesto, son múltiples.
De un lado, la parva utilidad del ex Poder legislativo, con frecuencia mera extensión del Ejecutivo que permite minutos de gloria, o de ridículo, a voceros de los partidos.
De otro, la tendencia poco democrática del Gobierno que nos aqueja, que detiene los partidos si el resultado no va a ser el que desea o cambia las reglas a mitad del encuentro para intentar ganar lo que por méritos o capacidad no puede. O directamente se niega a jugar partidos en principio obligatorios (como presentar un proyecto de presupuestos al Parlamento, se lo tumben o no, algo que exige la Constitución) si cree que los va a perder.
U otra, la de la falta de consecuencias de esas reacciones o incumplimientos. No pasa nada, nunca. Acrecentando la certidumbre de los pagadores de impuestos de que las normas no aplican a los políticos, sólo a siervos de la gleba del telonio.
Pero esas lecturas, bastante evidentes, ya las han hecho, imagino, buena parte de los opinadores o, directamente, los ciudadanos. Así que me centraría en otra: el infantilismo de nuestra sociedad.
Creo que era en la Carta de San Pablo a los Corintios donde se leía aquello de “mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño”. El contexto y el propósito, por supuesto, eran otros, pero me vale la frase. Vemos en nuestra vida política un egoísmo que tal vez se explique más por infantilismo que por maldad (sin descartar la concurrencia de causas). Un afán de protagonismo personal perfectamente pueril. Unas reacciones aniñadas como la de siempre echar la culpa a otro sin asumir nunca la propia (yo no he sido, seño, la culpa ha sido de Juanito -léase Mazón o Ribera o quien sea). Una inmadura búsqueda de chivos expiatorios o de muletas con las que distraer los pitonazos de la impopularidad (siempre está ahí Franco como aliado amuleto, curioso ejemplo de resurrección recurrente gestada por quienes lo critican –a moro muerto, gran lanzada–). Y los votantes aplaudiendo a su cabecilla, aunque esté equivocado. No sea que se lleve la pelota.
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