¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
QUIZÁS uno de los momentos más hermosos de la historia de la televisión es la reflexión final de Retorno a Brideshead, la serie basada en la novela homónima de Evelyn Waugh. Recuerden: Charles Ryder (interpretado por un joven Jeremy Irons), regresa a la mansión rural de su viejo y desaparecido amigo lord Sebastian Flyte (Anthony Andrews), donde había sido tan feliz en su juventud y que en ese momento es un improvisado cuartel donde se instruye a las tropas para ir al frente. En medio del trajín castrense, Ryder, un escéptico oficial de complemento, consigue sacar unos minutos para orar en la capilla del palacio, levantada con las piedras del castillo feudal de la familia de lord Sebastian, antiguos caballeros que, como la gran mayoría de la nobleza medieval, había luchado en Tierra Santa. Ante el sagrario y su lámpara, Ryder reza y suena la voz en off: “...Esa llama que los viejos caballeros vieron brillar desde sus tumbas y que vieron apagarse; esa llama vuelve a arder por otros soldados lejos de sus casas, más lejos en su corazón que Acre o Jerusalén, y sólo podía haber sido encendida por los constructores y los trágicos. Y allí la encontré yo aquella mañana, ardiendo de nuevo entre las viejas piedras”.
Es tentador sentirse un poco Ryder al pasar por el hueco de la puerta de San Juan de Acre de Sevilla, derribada en 1864 y de la que hoy apenas queda el topónimo y un extraño vacío que sólo se puede reconstruir acudiendo a fuentes como la xilografía de Rouargues que publicó Le Magasin Pittoresque, en 1859. En esta vemos una modesta puerta de la muralla de Sevilla con aspecto de hacienda olivarera o cortijo cereal, “sin ornato alguno” –como la describió Félix González de León– escoltada por modestos tendederos en los que cuelgan sábanas y ropas gastadas. Nadie diría que era la entrada a la zona de la ciudad, en el extremo norte de la calle San Vicente, donde tenían solar dos de las más grandes órdenes de la cristiandad: Santiago y Malta. Tampoco que allí se encontraba el famoso ingenio con el que se descargaban las embarcaciones que navegaban aguas arriba del puente de barcas.
Hoy, la Puerta de San Juan de Acre es un lugar desordenado por el desarrollismo, mitad pueblo mitad barrio, sin más interés que la cercanía del río. Sin embargo, como en aquella capilla de Brideshead en la que rezó Ryder antes de partir al frente, sigue ardiendo una llama en forma de azulejo que nos recuerda que allí hubo un postigo con el nombre de los caballeros de Acre y nos traslada a otro tiempo seguramente peor que el actual, pero más hermoso y mágico. Nunca debemos denostar el poder de la toponimia.
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