Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
La lluvia cae con fuerza en el exterior y genera el efecto del redoble del tambor mientras el Santísimo avanza bajo palio por el interior de las naves de la Catedral. Las grandes puertas de templo están abiertas y permiten un contraste de enorme belleza. Una atardecida de primavera alta en los jardines de la Casa de Pilatos que evoca un paseo por el foro romano con el circo máximo que siempre aguarda al final de la gran avenida. Del órgano salen las notas que marcan el inicio del Pange Lingua, himno del junio eucarístico. Todos de rodillas a la espera de la bendición. Incienso, altar mayor, cera roja. ¿Hay o no belleza? Una brisa de aire que huele a río, puerto y mar, que de pronto anuncia las noches que han de venir, como un anticipo que se cuela por el sentido del olfato. Sigue la luz, tan nuestra y de la que vivimos, pero también el calor que combatimos como nadie. Un aire fresco que dura poco, muy poco, pero es intenso como cuando al pasar se nos meten en el rostro las flores blancas de un paso de palio. Un instante, un segundo, apenas el tiempo de quedarse para siempre en la memoria. Ese aire de ribera es el heraldo de las horas suaves del verano.
Esas gotas frías que genera la baja temperatura de un tirador de cerveza. Son la orfebrería del grifo a la que solo falta el juego de muñeca del camarero para conseguir la franja final de espuma blanca. Esas gotas que piden pasarles la mano por encima para tocar literalmente el frescor. Los techos altos de una casa donde el aire tarda en calentarse, los visillos filtran la luz, en la mesa hay periódicos del día y en las estanterías hay libros que quizás aguardan una segunda oportunidad. Sus títulos hablan de su dueño más que la decoración de toda la estancia.
Una llamada de teléfono que no se espera. Es alguien que viste por la mañana, tan solo unas horas antes y al que simplemente le ha parecido corto el encuentro y quiere reafirmar su afecto por si había alguna duda, que no la había. La amistad verdadera es un jardín que requiere de jardineros esmerados, una lamparilla que hay que vigilar que siempre esté llameante, que nunca se tuerza el pabilo y el fuego se ahogue en la propia cera recién derretida. Un señor que se quita los pasadores de los puños de la camisa y te los regala porque te fijaste en ellos. “No me los vayas a rechazar”. Alguien que te abre su casa, te enseña su intimidad, el lugar al aire libre donde se bañan los niños y el azulejo donde una imagen sagrada ofrece amparo al que entra. La belleza está ahí. Solo hay que verla, sentirla y tocarla.
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