La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Cualquiera que haya visto la película Yo capitán, que narra la odisea de dos adolescentes del Senegal que emprenden el viaje clandestino a Europa, sabe que cualquier “mena” merece compasión y merece un trato digno. En eso estamos todos de acuerdo. Pero al mismo tiempo, uno se pregunta hasta qué punto podemos hacernos cargo en Europa de todos los adolescentes que sueñan con venirse a vivir aquí para jugar en un equipo de fútbol y volverse millonarios de la noche a la mañana. ¿Cuántos podemos acoger? ¿100.000? ¿Un millón? ¿Diez millones? Y lo que nadie dice –porque hablar de la inmigración ilegal se ha convertido en un tabú– es que ningún país de Europa puede hacerse cargo indefinidamente de todos los menores que vayan llegando a nuestras costas después de haber vivido una pesadilla cruzando el desierto del Sáhara o navegando en un cayuco. ¿A cuántos podemos recibir, educar, vestir? ¿A cuántos podemos darles un trabajo digno? ¿Y en qué condiciones? ¿Y a qué precio? Ah, amigos, eso nadie lo dice.
Cuando se habla de la inmigración ilegal, todo el mundo adopta una postura histérica. O se está incondicionalmente a favor porque uno se considera bueno y solidario y progresista, o se está radicalmente en contra porque uno sólo ve en los “menas” a futuros delincuentes que le van a robar el móvil. Todo es una especie de debate religioso entre creyentes y ateos. O fe absoluta o rechazo absoluto. O sí o no. Y no hay el menor indicio de un debate racional que intente enfocar el problema –porque la inmigración ilegal es un problema, nos guste o no– con un mínimo de objetividad desprovista de prejuicios.
En España, un menor –sea migrante o autóctono– es inimputable legalmente, cosa que convierte a muchos “menas” en objetivos preferentes de las mafias que los usan como carne de cañón para cometer delitos. Eso es algo evidente. Y al mismo tiempo, muchos de esos “menas” serán en el futuro –o lo son ya– ciudadanos ejemplares que se ganarán decentemente la vida. Pero la inmigración es un juego de suma cero. Los derechos de los migrantes se pagan a costa de los derechos de los autóctonos, y hay que ser muy fanático o muy tonto para no querer verlo. Un país serio, un país adulto –y el nuestro no lo es– se habría tomado el problema de la inmigración con la cabeza fría y el corazón caliente. Justo lo contrario de lo que estamos haciendo.
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