Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
palabra en el tiempo
UN número nada desdeñable de personas, que aumenta cualitativamente si tenemos en cuenta la profunda apatía que corrompe la voluntad de las muchedumbres ("apagaron la revuelta regalando televisores", dice un tema de José Ignacio Lapido), salió el domingo a la calle en más de 50 provincias a exponer su indignación contra la clase política y contra todo el sistema financiero y bancario que dicta a los gobiernos qué tienen que hacer bajo amenaza de desintegración. No son antisistema. Son desencantados que opinan que el sistema contiene graves aberraciones. Las personas salieron, gritaron y se hicieron ver. Es inusual que la gente tome la calle por un sentimiento. En la mayoría de los casos las manifestaciones están dirigidas por el interés. El interés en disimular su propia derrota y por mantener una tradición rutinaria impulsa, por ejemplo, a los sindicatos a gritar el Primero de Mayo. Pero aquí ocurrió al contrario. La indignación, la cólera, el profundo desacuerdo echaron a la calle un domingo por la tarde a miles de personas convocadas por sí mismas a través de las redes sociales y amparadas con la breve teoría de un librito de título imperativo (¡Indignaos!) escrito por Stéphane Hessel, un abuelito francés partidario de la insurrección pacífica que fue uno de los redactores de la Declaración de Derechos Humanos.
No es casualidad que la protesta se produjera una semana antes de las elecciones municipales y autonómicas más desacreditadas de la historia de la democracia. El azote de la crisis más el circo político electoral han difundido la sensación de tomadura de pelo y de desconfianza. A la clase política que vocifera en las televisiones y ruge en los periódicos sólo le interesa el rédito del voto pero no lo que la gente piensa. Y lo que mucha gente indignada piensa y siente es que ha sido, primero, traicionada por una clase política que se ha dejado guiar cobardemente por los economistas y ha sacrificado su proyecto moral y político y, segundo, que las estrechas reglas de participación son inadecuadas.
La gente que salió a la calle son, técnicamente hablando, abstencionistas. Pero abstencionistas activos e indignados, nihilistas en acción, que no es lo mismo. Los baremos electorales deberían tener en cuenta esa categoría y diferenciarla de los indecisos y de los desentendidos por pereza o conformismo. No creo que sea el comienzo de nada organizado, al menos no de un partido político. Es (o así lo veo) el reflejo de un estado moral de desencanto que no se resigna al silencio y que quiere manifestarse. Es la prueba de una enfermedad causada por una anomalía de la democracia. Una abstención cultivada por quienes tienen la obligación de contar con la calle.
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