La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Hay que seguir. No hay otra. Durante las vacaciones el reloj se para y todo entra en un paréntesis. Problemas y proyectos se dejan para septiembre. Pero los veranos no son eternos y al finalizar descubrimos apesadumbrados que los tigres siguen estando en la habitación, que continúan hambrientos y sus ojos nos miran altivos y amenazantes. El color trasparente del agua de las playas; las fotografías sonrientes con amigos y familiares; la emoción al descubrir lugares desconocidos; el frescor de dormir bajo las estrellas; son recuerdos del verano que embellecen y alimentan ya para siempre nuestra memoria; tanto como pintan con el color de las hojas muertas la vuelta a las rutinas que nos dan de comer.
Todo final tiene algo de tragedia, pero ninguno supera al momento en que se acaban las vacaciones. De vuelta a casa, echamos mano del calendario y buscamos cuándo es el próximo puente, una escapada que nos permita soñar lo suficiente como para soportar el tedio que nos espera. Nos pasamos la vida planificando los descansos que nos permiten respirar bajo el océano que nos inunda. Muchos cuentan las horas en que la jubilación les permitirá vivir en un sábado eterno. Otros cuentan las que faltan para la Navidad. Todos, salvo unos pocos, saben lo que harán el próximo fin de semana, porque son conscientes de que el resto de días serán más de lo mismo. Sólo quienes tienen la suerte de trabajar en aquello que les permite descubrir cosas diferentes cada jornada acuden ilusionados a sus oficinas. Los demás lo aceptan porque, sin el motor de las ilusiones, se dejan arrastrar allá donde el viento y las mareas los lleven. Saben que en el trayecto habrá pequeñas islas en las que descansarán a las que denominan “vacaciones”. Lugares maravillosos en los que soñarán con quedarse a vivir, pero que abandonarán entristecidos porque hay que seguir, no hay otra alternativa. Navegamos sin rumbo, estamos cansados y amarrar en los puertos tranquilos nos agrada, pero somos barcos que el día en que dejamos de hacerlo sólo tenemos el desguace como alternativa. Así que seguir es la única alternativa posible. ¿En qué dirección? Hacia el horizonte, ese lugar impreciso e indefinible, al que los navegantes antiguos ante su desconocimiento definían con la frase “Habrá dragones”, y en el que sabemos que nacen las tormentas que tanto nos asustan, pero en las que como en ningún otro espacio se aprecia nuestro incalculable valor, que no es otro que la capacidad que tenemos para flotar. Porque incluso lejos de la tranquilidad de puertos y piscinas y rodeados de tiburones, es difícil hundir a quienes estamos hechos de agua.
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