Marcos Pacheco Morales-Padrón

Los hombres que extraían arena del río

Tribuna

El autor defiende un reconocimiento público para la figura de los areneros, “obreros anónimos del Guadalquivir”, un oficio que se mantuvo hasta mediados de los años 50 en Sevilla

Grupo de areneros sirgando una barca a la altura de San Jerónimo a mediados de los años 40.
Grupo de areneros sirgando una barca a la altura de San Jerónimo a mediados de los años 40. / Cecilio Sánchez Del Pando. Colección Privada De Marcos Pacheco Morales-Padrón

29 de agosto 2021 - 07:10

Había un oficio que se mantuvo desde la noche de los tiempos hasta mediados de los años cincuenta con los mismos métodos de trabajo: los areneros del Guadalquivir. Para los más mayores no será difícil recordarlos, junto al puente de Triana protagonizando una estampa propia de la Edad Media, que actualmente podría emparentarse con los métodos de trabajo inhumanos que en algunas minas se mantienen.

“Me llaman El Arenero/

porque el pan que me he comío/

se lo he sacao grano a grano/

a las entrañas del río”.

Ésta es la soleá que Antonio González Garzón, apodado El Arenero, cantaba sobre su antigua profesión y que bien sirve para introducir la labor de este gremio, olvidada y ya desaparecida.

En la historia de los areneros del Guadalquivir Triana y Coria del Río tuvieron el principal protagonismo, pues ambos enclaves reunieron las raíces de un oficio durísimo de nuestra tierra. Hay constancia del mismo desde el siglo XIV, pero creemos que pudo ser ejercido desde tiempos árabes y aun anteriores. Sin embargo, desde principios del XX la demanda de áridos de gran consumo en la construcción, además de próximos al casco urbano, empujó a muchos a dedicarse a esta profesión.

Con sus altibajos, los areneros pervivieron hasta casi los años noventa, siendo especialmente destacable su presencia desde los cincuenta, cuando el río estuvo lleno de ellos, y con él las sagas de familias dedicadas a dicha labor. Sin embargo, estos linajes desaparecieron y, con ellos, sus ancestrales profesiones, difuminándose en una sociedad que, gran parte del tiempo, vive de espaldas al río.

En cuanto a su base de operaciones, desde finales del siglo XIX estuvo ubicada en el muelle de la Sal y del Barranco. Como curiosidad, en aquellos tiempos el puente de Triana se convirtió en el “casino de los mirones”, como fielmente retrataron los dibujantes Vicente Flores Luque y Andrés Martínez de León. Todas las mañanas y tardes gente desocupada permanecía horas recostada en la baranda del mismo para ver trabajar a los areneros y, a veces, aplaudirles en el trabajo.

Una vez que el tapón de Chapina convirtió al río a su paso por la ciudad en una dársena de aguas controladas por la antigua esclusa (1949), la actividad de los areneros se trasladó a la reciente corta de la vega de Triana. Allí, junto al charco de la Pava, se concentraron varias empresas y particulares dedicados a tal fin, siendo el lugar conocido como “Pitinini” o “Pinichi”. A partir de 1955 en la geografía portuaria hispalense aparece el muelle de la haza del Sabueso, o de los areneros. Esta ubicación se respetó hasta los albores de la Exposición Universal, cuando la remodelación de la zona acabó con ellos. Sin embargo, en paralelo a la capital, la actividad también se desarrolló en Coria del Río, donde mayormente solían construirse y botarse las embarcaciones típicamente areneras.

Por otro lado, las zonas de carga de la materia prima estaban situadas en el meandro de San Jerónimo, en el paraje conocido como “El palo del Manco” (Santiponce), en la desembocadura del río Rivera de Huelva, en la zona de “El copete de los Cochinos” (más allá de La Algaba), en “El Carvajal” (en la misma puerta de la presa de Alcalá del Río) y, en definitiva, en varios recodos del río donde la arena arrastrada por las corrientes se refugiaba. Como curiosidad, los areneros no fueron exclusivos del Guadalquivir, pues también los hubo en el Guadalete (Jerez de la Frontera) y Genil (Écija).

Las condiciones de trabajo eran durísimas. Buscaban zonas de poca agua para poder sumergirse hasta medio cuerpo, sea la estación que fuere, mientras que en las más hondas utilizaban un palo de unos cuatro metros de largo con un cazo en la punta con el cual rastreaban el fondo cercano a las orillas. Una vez fijada la embarcación, se iniciaba el duro trabajo manual de extracción. La arena del río se cargaba ininterrumpidamente durante cuatro o cinco días, durmiendo la tripulación en la misma cubierta o en chozas habilitadas para ello en tierra.

Una vez que la barca estaba llena hasta la borda, se iniciaba el viaje de vuelta, a vela o remo, aprovechando la corriente, pero no siempre era posible. Como solución estaba la sirga, que consistía en que varios hombres tirasen del barco, cargado hasta arriba de arena mojada o grava, casi siempre a contramarea, desde la orilla para no perder tiempo. Era un trabajo agotador. Hasta 1954, cuando hubo cupo de gasolina, no se motorizarían dichas faenas.

Una vez llegaban a las zonas de descarga, comenzaba el trabajo más duro. Los areneros acarreaban espuertas de palma (con 50 kilogramos de arena húmeda cada una) sobre la cabeza. Además, solían ir descalzos y semidesnudos, trotando sobre una tabla que unía la borda con el cantil del muelle, guardando el equilibrio. Mientras se descargaba, a pie de río acudían carros y burros, con cerones a reatas, para hacer la distribución del árido.

En general, el trabajo de arenero fue, sin duda, el que menos evolucionó durante la primera mitad del siglo XX. Especial mención merece la labor del periodista Nicolás Salas, quien escribió sobre ellos y dio más visibilidad a este colectivo profesional.

Como anteriormente escribíamos, la transformación del entorno de La Cartuja y Patrocinio con motivo de la Exposición Universal (1987-1992) dio la puntillita para la desaparición del oficio de arenero. Sin embargo, este fatal destino ya se venía escribiendo desde algunos años atrás, pues la mecanización del sistema de extracción de áridos aceleró la desaparición de las barcas. Además, como destaca el profesor Rafael Baena, la construcción de nuevos embalses en la cuenca del río provocó que la arena arrastrada por la corriente quedara depositada en dichas infraestructuras. Sólo permaneció en activo un muelle y draga en Coria del Río, con actividad hasta principios del 2000.

En definitiva, interesarse por los areneros, los “obreros anónimos del Guadalquivir”, como Salas los llamaba, es una apasionante tarea antropológica e histórica, pues dicho colectivo reúne una serie de circunstancias únicas, ya perdidas, en el mundo laboral sevillano.

Por último, llama poderosamente la atención que sólo Alcalá del Río cuente con una calle dedicada a esta profesión, cuando entre las de la capital podemos encontrar, muy cerca de sus bases de operaciones (Charco de la Pava y Arenal), algunos nombres indirectamente relacionados, como redes, barco, etcétera. Falta, pues, un reconocimiento público, más si cabe cuando recientemente se habla de recuperar nuestro pasado etnológico.

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