Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Tras mi charla sobre Tomás Moro en Valladolid, había quedado para cenar con unos amigos. Allí, Vidal Arranz me presentó a un amigo suyo que se había acercado a oírme. Se llamaba Luis Martín. Pregunté a mis anfitriones si podíamos hacerles hueco a ambos en nuestra mesa, y accedieron. Cuánto se lo agradezco ahora.
Luis Martín resultó fascinante. Me leía, lo que predispone; pero incluso eso fue enseguida lo de menos. Era médico y lo llevaba a gala, vocacionalmente. Le apasionaba el cine y me dejó atisbar lo mucho que sabía en dos trazos, a cuenta de Un hombre para la eternidad que era, justo, la película que yo había comentado. Me contó que había militado en dos partidos, el comunista, cuando el tardofranquismo, vaya por Dios, y luego no sé si UPyD o Ciudadanos, que ya se me confunden en la memoria. No quería militar en otro para que no pareciese vicio, pero seguía amando a España profundamente, le preocupaba su destino.
Amaba muchas cosas más, y ahora, recordándolo, me asombro, porque todo me lo contó en una cena en la que éramos el ciento y la madre y hablábamos unos y otros sin parar. Él amaba, sobre todo, a sus hijas, una de las cuales se iba a casar muy pronto, y a sus yernos. Y más que nada a su mujer, a la que planeaba pedirle matrimonio (canónico). Porque se había convertido. No tanto a la fe, que le parecía cosa un poco de luteranos, sino a la Cristiandad y a la tradición de su madre. (Y a la fe también, claro.) Me dio hasta envidia esto de poder pedirle a la mujer de toda tu vida y madre de tus hijas que se case contigo con tanta ilusión, nerviosismo y picardía. Además, había escrito un libro en el que guardaba el habla de su madre y las historias de su padre. Una ejecutoria de hidalguía en ejercicio, le reconocí, con la piel de gallina.
Luego se empeñó en que conociese Valladolid, con un frío que pelaba, y ya tarde, y lloviendo, pero nos calentó su entusiasmo. Cuando los amigos se fueron despidiendo, él me acompañó a la puerta del hotel.
Murió el viernes, la víspera de la boda de su hija, quizá sin haberse declarado aún a su mujer. Lo he sentido en el alma, aunque lo conocí dos horas. Claro que quien transmite tanto entusiasmo, fervor y alegría no muere (como él creía). Me dio, además, una prueba. Si con dos horas se ha quedado así en mi memoria y mi sentimiento, ¿cómo no va a quedarse para siempre en el corazón de quienes le quisieron y a los que tanto quería?
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