Una historia sin importancia

El misionero dedicó años y años a la tarea de sembrar los árboles mediterráneos en una tierra extraña

22 de junio 2024 - 08:15

Dejemos por un tiempo la política y hablemos por una vez de cosas serias. Verán, en Burundi, un país perdido en África Central, había un misionero mallorquín que vivía destinado en una remota parroquia del interior. Era una zona montañosa, aislada, casi sin caminos de acceso y rodeada de bosques tupidos (sobre todo, cipreses, eucaliptos y grevilleas plantadas por los primeros colonos belgas). Pero aquel hombre echaba de menos su tierra natal y se impuso la tarea de sembrar en los alrededores de la misión los árboles más típicos de la vegetación mediterránea que él había visto en los campos de su pueblo cuando era niño: pinos, algarrobos, olivos, almendros, encinas, y también matorrales de lentiscos y acebuches. Así que se hizo enviar esquejes y semillas y se puso a la tarea. En una misión perdida en el interior de Burundi -sin teléfonos, sin coches y sin distracciones de ninguna clase- había tiempo de sobra para cultivar las nuevas especies. Los niños de la parroquia le ayudaban. Las mujeres que iban al dispensario contemplaban al pasar cómo iban creciendo los esquejes. Los hombres del poblado sonreían escépticos.

El misionero dedicó años y años a la tarea de sembrar los árboles mediterráneos en una tierra extraña. Pero la cosa no funcionó. Por alguna razón, la tierra roja en la que crecía cualquier cosa con una furia inusitada -té, maíz, plátanos- se negaba a aceptar los nuevos esquejes. Y los pocos que sobrevivían eran destruidos por las fuertes lluvias de primavera o por la larga sequía del verano. El misionero se hacía enviar más esquejes y volvía a sembrar en un terreno distinto, buscando una mejor irrigación y un suelo más hospitalario. Pero no servía de nada: ninguno de los arbolitos lograba sobrevivir. Las plagas, los pulgones, las lluvias torrenciales o la sequía los iban destruyendo poco a poco. Al final de su vida, el misionero tuvo que aceptar que había fracasado por completo.

Pero una encina logró sobrevivir. No era muy grande, sino más bien chaparra y retorcida, y a duras penas había conseguido superar todas las pruebas. Y un día hasta empezó a dar bellotas. ¡Bellotas en Burundi! El misionero mallorquín, cuando se hizo muy mayor, no quiso volver a su tierra. Y lo enterraron allí, bajo aquella encina solitaria. Él creía que había fracasado. Yo no estaría tan seguro.

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