La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Gafas de cerca
No se me vaya si no sigue usted el fútbol; un juego y un deporte que ostenta la gloria –y no pocas fealdades– de ser un espectáculo y un negocio grandioso y mundial. El balompié --este hecho no es menor: es difícil jugar a la pelota con los pies– es una socorrida metáfora de la vida y un fenómeno sociocultural, así como un generador de devoción tribal y amor irracional a “los colores”. Algo que quizá sólo consiguen al mismo nivel el nacionalismo y sus odios históricos. La creciente adhesión de las mujeres a las hinchadas y a la práctica de este deporte lo constata: el fútbol posee una palanca irresistible.
Está en curso la Eurocopa en Alemania. Estos campeonatos internacionales se nos muestran más interesantes que las ligas nacionales, donde el presupuesto de cada club suele acabar ordenando las clasificaciones. La contienda entre países, un mes cada varios años, ofrece alguna mayor pureza: las camisetas no llevan publicidad, por mencionar un ejemplo. Los jugadores se ilusionan en un equipo fugaz y del máximo nivel en el que sus rivales habituales pasan a ser compañeros. Suenan los himnos nacionales al principio del partido, y los futbolistas de cada equipo los cantan con desafinada pasión junto al coro encendido de los suyos en las gradas. No pocas veces, el inherente cretinismo de las masas provoca abucheos. Dijo Cruyff, entonces entrenador del Barça, detalle éste que realza su juicio: “A quien pita a un himno le falta un tornillo”.
Es el de los himnos un preámbulo de mi predilección, sobre todo si se trata de La Marsellesa, el Fratelli d’Italia, La canción de los alemanes con música de lieder de Haydn, o el Dios salve al Rey de los ingleses. España, por su parte, provoca desazón en este trance: nuestro himno carece de letra. La sombra, y la coartada, del franquismo es alargada. Aunque la Marcha Real es la base melódica –por así decirlo– de uno de los más antiguos de Europa. El “lo-lo-lo-lo” con que gansamente se le corea desde hace un tiempo –tiempos de gran fútbol de la selección española– bascula entre la guasa y la charanga beoda. Algo inocente, comparado a la bronca con la que muchos aficionados vascos y catalanes ensucian las finales de Copa del Rey en las que participan sus equipos. Con el jefe de Estado como víctima de cuerpo presente. Les falta un tornillo, Johan dixit: el que ajusta el respeto.
(El otro día, en el Volksparkstadium de Hamburgo, buena parte de las aficiones de Croacia y Albania gritaba “Mata al serbio”.)
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