La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
En Ennio, el maestro, el documental que le dedicó Giuseppe Tornatore a Morricone, el músico confesaba que su idea de futuro cuando niño era dedicarse a la medicina, pero su padre, trompetista de profesión, lo inscribió en el Conservatorio para que siguiera sus pasos. Aquello lo viviría el niño como una maldición, en principio por el carácter estricto del familiar, que le arrebató la infancia al exigirle que se siguiera preparando y le impedía ir a jugar con los amigos, un sino que se agravaría más tarde cuando el progenitor enfermó y aquel muchacho tuvo que sustituirlo en los clubes nocturnos en los que el adulto trabajaba hasta bien entrada la madrugada, algo que aquel adolescente percibiría como una humillación. El padre llegó a entregarle la trompeta que había manoseado en tantos conciertos, y le pasó el testigo. Con esto, le dijo, he dado de comer a la familia, ahora te toca a ti. Qué imprevisible e irónico resulta el destino: aquel chaval que concebía el oficio al que le empujaba su entorno como una condena terminaría siendo uno de los compositores más importantes del mundo, un creador que proporcionaría con sus partituras el gozo, la emoción y la felicidad a quienes escucharan sus melodías.
El próximo jueves, dentro de la programación del Icónica Fest, y acompañado por la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y el Coro Ziryab, será ahora su hijo Andrea el que aborde su legado en un concierto homenaje. El vástago coge la batuta para honrar a su padre, pero entre los espectadores, y ahí radica la grandeza de la música, capaz de calar en la memoria sentimental de los aficionados, habrá también quienes recuerden a los suyos. El programa anuncia algunas de sus obras más célebres –Cinema Paradiso, La Misión, El bueno, el feo y el malo, Érase una vez en América, Los Intocables–, y ante esa enumeración yo no puedo evitar pensar en mi madre, con la que vi en el cine algunas de esas películas, y que tenía en Morricone a su compositor favorito y nos pedía a veces, una mañana en que estábamos atareados en la cocina, una tarde de verano en que necesitábamos combatir el tedio, embellecer las horas, que le pusiéramos algunos de sus fragmentos preferidos, el Gabriel’s Oboe de La misión o el Deborah’s Theme de Érase una vez en América. Ahora, mientras escribo estas líneas, suenan las notas de la película de Sergio Leone, y vuelvo años atrás a un paisaje feliz donde todos estamos juntos todavía. Tal vez eso fue lo que el gran Ennio descubrió un día, lo que le hizo amar al fin su profesión, quizás sea también lo que sintamos este jueves: que ante la música la muerte es menos muerte, y la vida más vida.
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