Cuarto de muestras
Carmen Oteo
La herida milagrosa
Sevilla/Aquel enero, el último en Sevilla de un largo pontificado, quiso el cardenal citarme en el Palacio Arzobispal. No se despidió, pero era la despedida. No lo dijo, pero los dos lo sabíamos. No hacía falta decir el motivo del encuentro. Además, cuando un cardenal llama, se acude, se escucha, se atiende. Don Carlos me habló mucho ese día de Pablo Noguera Aledo, su secretario personal, una de las más bellas personas que uno puede conocer en la vida. Se aseguró de que estábamos los dos solos, esta vez de pie en la estancia de las recepciones, no en el sillón habitual de las entrevistas. Me contó que Pablo había vendido enciclopedias cuando era muy joven para ganarse la vida tras sufrir la repentina y trágica muerte de sus padres. Me describió con cierta emoción cómo eran las Nochebuenas en casa de Pablo cuando faltaban el padre y la madre: todos los hermanos unidos. Quizás para frenar las lágrimas en los ojos retornó a la historia anterior y me contó una anécdota: “Cuando una señora abría la puerta y veía a Pablo con las enciclopedias, normalmente daba las gracias y cerraba. ¿Sabes qué hacía nuestro Pablo? ¡Poner el pie para que la puerta no se cerrara!”. Y nos reímos.
Hoy no nos podemos reír, señor cardenal. Aunque el espíritu franciscano nos obligue siempre a mirar el futuro con alegría. Hoy quiero verle llegar en el AVE, presidir la misa en San Buenaventura, atender su última llamada de teléfono, ay el pasado uno de enero, para felicitarle el Año Nuevo a mis padres y contarle que todos seguimos bien, que las setas están integradas en el paisaje de la ciudad, que los periódicos nos adaptamos a las nuevas tecnologías y que recuerde que pronto nos veremos en la cena del Premio Clavero. Hoy quiero verle almorzar con las monjas de Madre de Dios, Santa María de Jesús o con sus vecinas de la plaza de Santa Marta. Hoy quiero verle con Pablo y que los tres nos ríamos cuando les diga que Pablo debe ser el patrón de los autónomos porque nunca se pone malo. “¡Ni puede ponerse malo!”.
Hoy quiero llevarle a Pablo los caramelos de Almendralejo de parte de mi madre, quiero ir con Amalia y los niños a felicitarle las pascuas la mañana del 24, quiero que me envíe otro artículo para este periódico como tantas veces le pedimos, quiero que nos inventemos cualquier pretexto para vernos de nuevo en Sevilla. Quiero poner el pie en la puerta de la memoria para que nunca dejen de entrar los recuerdos. Hoy veo al cardenal, mi cardenal, llegar a la Catedral con Pablo, siempre con Pablo. Intercambiamos alguna ironía rápida sobre la actualidad. Y Pablo sonríe, testigo siempre discreto de la escena. Elegancia se llama.
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