La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Cuerda Desatada
Llega un momento en el que, quienes residimos en una ciudad de vacaciones, desarrollamos un sentimiento incómodo hacia el visitante. No tiene por qué caer bajo el paraguas de la turismofobia, de la misantropía o del deseo de querer recuperar tu cafetería de los desayunos. El sentimiento que nos arrolla es la envidia. Es imposible no sentirla. Podemos quejarnos con toda la razón de nuestro efecto depredador, de la masificación, de los precios desorbitados en cuestión de kilómetros, de la presión inmobiliaria de los alquileres vacacionales.
Pero es un hecho sobradamente conocido que todo ser humano tiene derecho a sentir que vive otra vida, al menos, una vez al año. A luchar por un pedacito de playa, o de parcela, y fingir que los demás no existen. A pedir un arroz rezando porque no te den una paella congelada. A atiborrar a los niños de calorías vacías. A llegar a la noche necesitado de un recambio de carcasa y salir a cenar, mortal y rosa, suplicando un vaso frío y una ración de crustáceos plancha, gracias. O de cefalópodos plancha. De dormir reventado, pensando si podrás dormir porque, al fin y al cabo, con suerte, no has hecho nada.
O buscar museos como refugios climáticos, y descubrir nadas encantadoras fundamentales, o perfectamente olvidables; y comprar postales para guardar en sobres que nunca abres; y hacer 326 fotos que nunca imprimes, pero que revisitas en un día anodino y te dan oxígeno.
En Andalucía, región de vacaciones por excelencia, la mitad de sus habitantes no pueden irse de vacaciones. Y podemos hablar todo lo que queramos de la inutilidad del viajar por viajar, del turismo como depredación, del coleccionar destinos como el que colecciona cromos, de la inercia del ser y el estar, de los ritmos que nos imponemos sin pensar, del no disfrutar del momento o de lo cercano. Pero mientras hablamos de todo eso, y lo adobamos con sus dosis de conciencia ecológica y huella de carbono, lo cierto es que empieza a asomar una grieta con no muy buen aspecto: la que se va abriendo entre aquellos que pueden permitirse billetes de avión o estancias largas, y los que no. Y con los viajes, y el llamado turismo de masas, ocurre como con la ropa de las firmas mayoritarias de moda: a nadie le gusta el modelo productivo que suponen, pero no siempre es fácil actuar. No sólo por bolsillo sino por ese derecho inalienable que parecemos tener a visitar el Coliseo, a escupir agua salada, a un modelito como el de las más dignas petardas. El derecho inalienable a rozar el hedonismo entre lo gris, aunque sea un sucedáneo.
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