El halo que nos engaña

Aquellos que son objeto de nuestras filias y fobias seguirán jugando a placer con nuestras vidas y haciendas

18 de marzo 2024 - 01:00

Fue durante el Renacimiento cuando los artistas comenzaron a representar al diablo con rostro humano. Hasta entonces, cualquier observador podía reconocer el mal en aquellas figuras monstruosas que inspiradas en sátiros y faunos, solían aparecer acosando algún alma atormentada o compartiendo con los pecadores las llamas eternas del infierno. Miguel Ángel, cuando quiso vengarse de Biagio da Cesena, Maestro de Ceremonias del Papa, por haber calificado los desnudos de su Juicio Final como más propios de una casa de baños o de una taberna que de una capilla, puso su cara a Minos, el juez del inframundo a quien añadió orejas de burro, a la vez que cubría su desnudez con una serpiente enroscada que le muerde la entrepierna. Pero fueron muchos quienes criticaron que los ángeles dejaran de ser representados con alas y los demonios con cola y cuernos porque así, las buenas gentes, podrían distinguir a unos de otros con facilidad.

Hay una cierta tendencia humana a dividir el mundo entre buenos y malos atribuyéndole a los primeros todas las virtudes sin excepción y los defectos íntegramente a los segundos. Por pura deducción lógica unos no tendrán ideas o actitudes censurables y el único propósito de los otros será pergeñar vilezas e infligir daños al conjunto de la sociedad. Ese efecto halo, como lo llamó el psicólogo Edward Thorndike tras estudiar como las personas, a la hora de describir rasgos de otros los correlacionan entre sí, siendo habitual que la mayoría sean positivos o negativos y en muy pocos casos se dé una combinación equilibrada de ambos, hace que atribuyamos virtudes inexistentes a quienes admiramos y exageradas carencias morales a los que no cuentan con nuestra simpatía.

Es posible que nuestra tranquilidad mental e incluso moral exija estas monolíticas visiones en blanco y negro de un mundo que no es ya que esté lleno de matices del gris, es que es una explosión de infinitos colores. Por eso mismo, más que buscar un cierto adormecimiento de la razón mediante un mero reduccionismo moral deberíamos admitir, con madurez y responsabilidad, que la realidad es siempre mucho más compleja y que nadie atesora todas las virtudes ni, aunque esto a veces sea más discutible, todos los defectos. Sobre todo, porque mientras tanto, y el ámbito de lo público, aquellos que son objeto de nuestras filias y fobias seguirán jugando a placer con nuestras vidas y haciendas.

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