La gravedad de las palabras

¿Se imaginan que pudieran verse -en colores, con distintas formas sólidas- las palabras que decimos? ¿De qué calidad, tacto y peso serían las frases que usted emite? ¿Serían gráciles o graves? Esta es la historia de un hombre que -como salido de un relato de Kafka- tiene un terrible problema: sus palabras, al salirle por la boca, sufren una metamorfosis. Todo lo que dice se convierte, literalmente, en un peñazo. En pesadas piedras. Algún consuelo ha de haber ante esta desdicha: quizá sea una buena ocasión para pulir el idioma. Esa es, sin duda, tarea de poetas.

La gravedad de las palabras
La gravedad de las palabras / Rosell

13 de agosto 2019 - 07:38

La gravedad de las palabras
La gravedad de las palabras / Rosell

Sufría un grave problema: a aquel hombre se le coagulaban las palabras. Se le solidificaban, se le petrificaban, se le cuajaban justo en el momento de decirlas y, de una pieza, como mendrugos imposibles de roer, se le caían de la boca por su propio peso. Precisamente a él, que tenía interés por todo lo contrario, por el verba volant, por el donde dije digo, por el manzanas traigo. Ya quisiera hablar por hablar y no esto, esto otro terrible de la palabra a plomo, de la densidad del verbo, de la sintaxis aplastada por la implacable ley de la gravedad. "La-lluvia-en-Sevilla-es-una-pura-maravilla", decía muy muy lentamente. A continuación, le tocaba barrer el suelo. Cada frase que brotaba de sus labios lo hacía hecha magma frío, lava marmórea, aerolito, y por la barba le rodaban adverbios con riesgo de alud, mientras saltaban en lascas pronombres, conjunciones, artículos. Probaba a recitar bajito versos etéreos de poetas, y nada: "Se laña y deslaña, se estaña y desestaña…", pronunciaba con cuidado leyendo en voz alta a Alberti, y el poema se le hacía literalmente astillas. Al resguardo del silencio pasaba todo el tiempo que podía.

Lo peor venía al no salirle las palabras. Como cuando, en su mocedad, quiso decirle a aquella dulce niña que no podía resistir ni un segundo más sin declararle su amor. El ansia por decírselo, su ardor, su intentona precipitada, hicieron que las palabras se le petrificaran dentro antes de salirle del cuerpo, y se le atravesaron en la garganta. Quiso hablarle con los ojos. Lloró una estalactita. Desde entonces siente como piedras en el pecho.

Envidiaba ese no suceder nada cuando abre la boca el presidente del Gobierno o la frutera de la esquina, anhelaba el elegante perjurio del tanguero de arrabal o del guaperas fachendoso de la calle Feria. Envidiaba la (en el fondo) inofensiva lengua viperina de los maledicentes, el hablar por hablar del contertulio en la radio o piropear a una pipiola sin llegar a lapidarla. Más que nada en el mundo, ansiaba el don de las viejas contadoras de historias, de los mercaderes embusteros, de los chalanes y aduladores, de los troveros y repentistas, esos prestidigitadores verbales que sostienen octosílabos en el aire formando rimas nada memorables, irremediablemente volátiles, intercambiables por otras cualquiera… pero volanderas. Inventaba, sin atreverse a enunciarlas debido al alto riesgo de derrumbe, fastuosas retahílas. Una mañana despertó sepultado por algo que gritó en plena pesadilla. Cualquier escatología que saliera de su boca lo había en forma de coprolito. "Con el pico le pica a la hoja/ con la hoja le pica a la flor/ ¡Ay, mi amor!", cantaban las niñas jugando al corro delante él, palabras se las llevaba el viento y a ellas no les pasaba nada…

Por envidia enfermiza maldecía a quienes suelen hablar a la ligera y hasta los llegaba a increpar, a pesar de los peligros que entraña dejar caer palabras gruesas. No sería la primera vez que se aplastaba un pie con un improperio, o que acudía al hospital con cortes en la cara por haber ensayado una réplica ante el espejo. Lo suyo no tenía remedio.

Es lo que pasa con estas dolencias, apenas se investigan.

Dejado de la mano de médicos y filólogos, desde hace unos años dedica el tiempo libre a pulir el idioma. En el último camaranchón de la casa echa las tardes con lápiz y buril, haciendo de las palabras figuritas, metáforas esculpidas, imágenes de lo que dicen. Dice "cencerro", extrae la pieza de su boca, y la fresa, bruñe y templa hasta sacar de ella el sonido exacto de las cabras por el monte. Dice "metafísica" y se pasa los días pensando qué hacer con el tarugo que, al pronunciar esa palabra, le ha salido por la boca. Coloreadas en tonos brillantes, las vende por la calle como souvenir a los turistas que, fascinados por la fonética cristalizada, regresan a su país con nuestra deliciosa variedad de acentos en la maleta, que después reparten entre familiares y amigos.

Hay quienes le compran de estraperlo vocablos al peso y sin bruñir, y luego los funden para extraer de ellos eslóganes publicitarios, discursos políticos, acusaciones de fiscalía. De los recortes que le sobran de hacer sus figuritas se sacan las cartillas para dar de leer a los niños, colgantes con iniciales, fonemas de bolsillo para estudiantes de idiomas, broches y pasadores, los crucigramas del domingo. De una buena veta puede salir una póliza de seguros, las galeradas de un opúsculo, la letra del himno nacional o una declaración de amor más o menos convincente.

Guarda para sí en un cofre, dentro de un pañuelo de seda, y a casi nadie muestra, algunas palabras preciosas de muchos quilates, que en su alquimia verbal consiguió en cierta ocasión al ser sincero.

Ya se habrán enterado por este su diario: después de muchos años y papeleos, nuestro hombre ha logrado hace pocos días lo que a lo largo de su trayectoria ha constituido una verdadera lucha: por fin le han concedido la baja laboral. Por incapacidad permanente. Y porque cada poco la Archidiócesis tenía que mandar reparar los estragos que sus homilías provocaban en el púlpito, una pieza policroma única de nuestro glorioso barroco andaluz.

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